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Letras líquidas
Nos hemos acostumbrado a vivir al límite, a las situaciones de tensión, a las negociaciones in extremis y a las amenazas de colapsos en cada debate parlamentario
Repetía el jefe del Estado Mayor de la Defensa durante la pandemia que todos los días son lunes. Se refería con esta frase a la necesidad de activar todos los recursos y toda la atención en cualquier momento, sin tener en cuenta descansos, como sucede cuando hay una guerra. Y me venían ahora a la mente estas palabras por la sucesiva cadena de acontecimientos excepcionales, insólitos, anómalos, en definitiva, históricos a los que nos hemos enfrentado en los últimos años. La propia covid, que paralizó el mundo tal y como lo conocíamos, una tormenta de nieve como Filomena, el volcán de La Palma, una guerra en el continente europeo que desató una crisis energética y abrió un cambio en el paradigma geopolítico contemporáneo; también llegó la dana y arrasó Valencia, y casi acabamos de apagar los incendios que han asolado el noroeste peninsular este verano.
Desde 2020 hasta hoy es como si las desgracias hubieran decidido acumularse sucesivamente y generar una situación casi permanente de estrés, poniendo a prueba las estructuras del Estado de derecho y forzándolo a batirse en las circunstancias más adversas. El Gobierno presume de su gestión y la oposición le afea no haber estado a la altura. Más allá de esas dos versiones irreconciliables y del lugar en el que cada uno se posicione en ese relato, lo cierto es que las circunstancias han convertido al ejecutivo de Sánchez en el gabinete de las crisis. El manejo de estas situaciones inusuales ha requerido instrumentos de la misma naturaleza, pero también ha creado un escenario que, por reincidencia y repetición, llega a ser una distorsión: mecanismos como los decretos transformados en la excusa cotidiana para eludir los controles y los ritmos ordinarios pervierten el orden adecuado de la organización común.
Pero al margen de ese recurso a los decretos que hurta al legislativo su capacidad para configurar las normas, nos enfrentamos a la anomalía de encarar el tercer año de legislatura sin unos presupuestos, de un país en el que el diálogo leal y sincero entre los dos principales partidos que han vertebrado la democracia española y han gobernado en sus más de 40 años esté roto y que sea imposible no ya la consecución de pactos de Estado en asuntos lo suficientemente relevantes o destacados, sino que sea inverosímil el más mínimo acuerdo sobre cuestiones más cotidianas de gestión. Nos hemos acostumbrado a vivir al límite, a las situaciones de tensión, a las negociaciones in extremis y a las amenazas de colapsos en cada debate parlamentario, olvidando ese lado más prosaico de lo público, la velocidad de crucero en la resolución de problemas, más gris, quizá, menos efectista, pero más real con la que conducir un país en el día a día. Ojalá que los lunes vuelvan a ser solo lunes.
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