El canto del cuco
Otoño
Se echa de menos la estampa otoñal de las ovejas en las rastrojeras disfrutando, afanosas, de las espigas perdidas de la cosecha
Han llegado puntuales las lluvias a inaugurar la otoñada. El barbecho recupera el tempero para la siembra. Huele a tierra mojada. Pero ya nada es como era. El ruido del tractor sustituye en la acuarela del crepúsculo el silencio lento de la yunta de bueyes, machos, asnos o caballos arrastrando el arado romano. Desde que el Estado compró las tierras para plantar pinos, las piezas son de dueños desconocidos, que ignoran seguramente hasta el nombre de los parajes de sus parcelas. Algunos viven en la capital, con el ordenador a mano, y el trabajo lo hacen las máquinas. Los caminos del monte, las herrañes de los olmos y las orillas del río, donde brilla a la luz de la tarde la chopera dorada, se alfombran con las hojas muertas. Reluce la mampostería mojada de las casas antiguas. En los pueblos semivacíos o completamente despoblados ha cesado, con la llegada del otoño, el bullicio de los veraneantes, que, pasadas las fiestas patronales, se han ido con la música a otra parte. Sólo se oyen ya «los largos sollozos de los violines de otoño» que soñó Paul Verlaine.
En los cerros cercanos giran y giran impasibles, con un ruido sordo, los aerogeneradores gigantes –mal llamados molinos–, y en el borde azul de la sierra esos artefactos semejan desde lejos un interminable viacrucis metálico de más de catorce estaciones. Queda así desbaratado oficialmente y confundido el paisaje original, que era lo único que quedaba en estas hermosas soledades. El argumento verde de las energías limpias se impone sin resistencia en las Tierras Altas, con generoso dinero europeo para sus promotores, a la manifiesta destrucción de la Naturaleza y del futuro de estos pueblos. Una cosa por la otra, dicen. ¡El fértil negocio de la luz, la ley del progreso! A todo esto, la lluvia ha dado un respiro y vuelan bajo unos buitres en el cielo, haciendo círculos concéntricos sobre la calva del monte.
Se echa de menos la estampa otoñal de las ovejas en las rastrojeras disfrutando, afanosas, de las espigas perdidas de la cosecha. Ningún cazador furtivo recorre con su perro los ulagares donde se encama la liebre, ni persigue el rastro del bando de perdices en la ladera. No se ven arrieros por el camino de los huertos, sobre la enjalma de su caballería, a recoger los frutos del otoño, porque nadie cultiva ya los huertos, de los que se van adueñando los espinos y los zarzales. De la parte del castillo viene otra nubada. La lluvia golpea los tejados y los cristales rotos de las casas cerradas.
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