Tribuna

No es un problema de dosis, sino de medicamento

Sin los apropiados remedios, el presente estado de salud social puede precipitar el retorno de aquellos que venden un futuro de felicidad dividiendo el mundo entre buenos y malos, con promesas rápidas a problemas complejos

No es un problema de dosis, sino de medicamento
No es un problema de dosis, sino de medicamentoRaúl

Permítame, en esta oportunidad, servirme de la medicina para auscultar al debate político actual. Imaginemos la realidad como un paciente crónico que sufre de enfermedades complejas y multifacéticas. Los políticos que nos atienden, médicos de los males sociales, persisten en tratar los síntomas con una especie de «militancia farmacológica» creyendo que la solución radica en la dosis y no en la clase de medicamentos que impulsarán la cura.

Así es la práctica actual. En lugar de abordar las raíces de las dolencias, los galenos de la política, es decir, los líderes y los partidos, optan por radicalizar la dosificación de las mismas pócimas que han estado administrando durante años. Entonces: ¿Por qué esperar otros resultados?

Desde Paracelso, quien postuló que «la dosis hace al veneno», hasta los avances científicos de Friedrich Sertürner con el aislamiento de la morfina, el debate sobre la importancia relativa de la dosis y el medicamento adecuado ha sido central en la historia de la medicina. En el siglo que transitamos, la medicina personalizada y la farmacogenómica intentan desentrañar cómo la individualidad biológica está ligada a la respuesta a los tratamientos.

En la enmarañada dimensión de la política contemporánea, se repite la alquimia de lo que podríamos denominar «obstinamiento terapéutico». Esta noción, describe la tendencia a insistir con un tratamiento, que ha demostrado ser ineficaz. ¿Cómo se manifiesta esto en el escenario político? Más precisamente, ¿por qué los políticos al enfrentar el diagnóstico reducen el problema a la «cuota» de sus políticas?

Un cuadro flagrante, reciente, de esta patología se ha confirmado en el ensayo del presidente de Gobierno Pedro Sánchez tras la farsa de dimisión. En este «acting» de mala interpretación, el inquilino de La Moncloa ha urdido un relato destinado a justificar la radicalización de la dosis de sus políticas. Un empecinamiento retórico que oscurece su responsabilidad, busca desviar sus fracasos y subraya su obstinación. La fábula de la «máquina del fango» solo sirve para encubrir su verdadera intención de avanzar hacia una mayor depredación de la independencia de la justicia y los medios de comunicación. Duplicar la apuesta.

Pero esta tendencia se repite en el panorama de la gobernanza global contemporánea. Arraigada en el estilo político y de liderazgo populista, que prolifera por el planeta, la terquedad se percibe como parte de la construcción de una narrativa interesada en moldear la percepción pública. La determinación de «ir a por más» o «vamos por todo» surge como respuesta a la influencia de ciertas «fuerzas oscuras» que obstaculizan la efectividad de las políticas sociales y progresistas. Se prioriza la necesidad de la producción de antagonismos que justifiquen la radicalización para preservar el poder.

Las tribunas políticas se convierten en excusados retóricos para el señalamiento de los «culpables» de todas las ineficacias. La corrupción y los límites al abuso de poder se enmascaran bajo la cortina del «lawfare» o la «persecución judicial»; las críticas y cuestionamientos periodísticos se quieren ahogar como conspiraciones, bulos o «fake news» solo para avanzar en leyes de represión informativa, mientras que las fallas de las políticas sociales se camuflan duplicando las regulaciones que las provocan. Incluso los déficits presupuestarios se atribuyen no al gasto desmedido, sino a la codicia de los sectores que se apropian de la renta. En este enchastre de justificaciones, la transparencia y la responsabilidad se desvanecen, dejando a la ciudadanía sumergida en la confusión por tanto palabrerío.

Como un rasgo principal del manual de prácticas de la política actual, en especial la religión nacional-populista, sobresale el método de ignorar las desigualdades que generan sus decisiones, sus tratamientos. Una cierta despreocupación sobre la idea de gobernar sin costos. Bueno, de eso se trata, es una metodología, una técnica pero con fecha de vencimiento. Una fantasía perecedera que conlleva el riesgo de generar liderazgos «curadores» o «redentores». Sociedades, como pacientes anhelantes de remedios milagrosos, que terminan cayendo en la tentación de falsos sanadores.

Hoy en día, la política se obsesiona en aumentar la dosis sin evaluar la eficacia del tratamiento, revelando así una estrategia para desviar la atención de la ineficacia de sus medicamentos, lo que conlleva al riesgo de caer en un pensamiento mágico. Esta percepción irreal, que desvía el verdadero debate, es permeable por el resurgimiento de sociedades más tribales, donde se propaga la creencia en el poder de los conjuros, las fuerzas del cielo o en los «outsider», quienes en muchos casos fomentan una nostalgia por soluciones autoritarias ante los desafíos del presente.

Para concluir. Sin los apropiados remedios, el presente estado de salud social puede precipitar el retorno de aquellos que venden un futuro de felicidad dividiendo el mundo entre buenos y malos, con promesas rápidas a problemas complejos, pequeñas dosis de cambios que impliquen goces y mejoras temporales. Placebos nada útiles para resolver dolencias reales. En estas soluciones terapéuticas se ha reducido la política vernácula.

Y así, como nos aventuramos en este análisis entre la medicina y la política, ahora me tomo la licencia de adoptar la potente costumbre de mi estimado profesor Carlos Rodríguez Braun: ¡Señora! ¡No es la dosis, sino la medicina!

Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales.