Quisicosas
Lo que no muere nunca
Había sido en el prodigioso contacto con ellos que Takashi Pablo Nagai se convirtió y bautizó. ¡Qué holocausto, ocho mil cristianos para parar una guerra!
Ignoraba la sangría que costó el desarrollo de la ciencia radiológica. Manejar isótopos y exponerse continuamente le costó a Marie Curie la anemia aplásica que la llevó a la muerte. Cáncer en los brazos desarrollaron el doctor británico John Edwards, el alemán Albers-Schönberg y el doctor francés Blanche, muerto a causa de un sarcoma de manos y pies. Leucemia padecieron el doctor Lombard, de Bélgica; el técnico Demelander, que inventó un proceso industrial para la purificación del torio X o la monja enfermera danesa Schumacher. Muchos hemos pasado aún por las peligrosas pantallas fluorescentes que se usaban antes de las radiografías de placas y mi médico de infancia, don Antonio Núñez, conserva las uñas amarillentas y quebradas, como medallas de heroísmo.
Qué paradoja que Takashi Pablo Nagai (1908-1951), uno de los pioneros de la investigación radiológica en el hospital universitario de Urakami, en Nagasaki, fuese víctima de la bomba atómica. Aquel 9 de agosto de 1945, a las once y dos minutos, escuchó un sonido que describió como «¡Flaaashhh!», vio un resplandor y, antes de poder pronunciar un solo grito, vio como lo que se hallaba en la tierra quedaba devastado en un silencio total. Lo perdió todo: universidad, hogar doméstico, colegas. Su mujer, Haruno, quedó reducida a un montoncito de huesos blancos del que sobresalían unas cenizas negras. El trabajo de décadas, las investigaciones y pruebas, se quemaron. Ocho de los diez mil católicos de Urakami, la mayor comunidad cristiana de Japón, directamente fundada en tiempos de San Francisco Javier, murieron en el bombardeo norteamericano. Durante siglos de persecución padecieron el martirio y vivieron bajo el nombre de «cristianos ocultos», sin sacerdotes ni sacramentos, con laicos que enseñaban las oraciones y convocaban a las fiestas clandestinas. Había sido en el prodigioso contacto con ellos que Takashi Pablo Nagai se convirtió y bautizó. ¡Qué holocausto, ocho mil cristianos para parar una guerra!
A pesar de ello, o quizá para contarlo en sus libros, Takashi sobrevivió. Enfermo él mismo de leucemia y moviéndose con dificultad, pasó sus seis últimos años en una habitación de cuatro metros cuadrados que llamó «Nyokodo» (el lugar del amor por uno mismo). «Había comprendido –escribió– que lo que va más allá del tiempo y el espacio y permanece para siempre es la palabra de Jesucristo (…) la vida que ama a Dios y es amada por Dios, la vida sobrenatural, la vida del espíritu, ésta es la vida verdadera que un hombre debe vivir». Su primer libro se llamó «Lo que nunca muere» y acaba de ser editado en español por Encuentro. Es una joya. En las fotos últimas, paralítico en cama, sonríe estruendosamente.
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