Tribuna

Lo que pasa -o no pasa- mientras todo sigue

Tal vez lo que nos pasa no es indiferencia, sino agotamiento. No es falta de compromiso, sino una forma de autodefensa

Metidos todos en una centrifugadora emocional, vamos aprendiendo a convivir con la desesperanza. No lo decimos. No lo posteamos. Pero ahí está: ese zumbido de fondo. Y, sin embargo, todo sigue. Usted sigue. Yo también.

Los titulares suelen ser siempre los mismos, con otros nombres propios y un orden más acorde a estos tiempos: crisis, guerra, inflación, elecciones, colapso climático, avance de la inteligencia artificial, retroceso democrático. Lo nuevo es la velocidad con que todo se vuelve viejo, y la indiferencia con que lo recibimos.

Soy periodista, de oficio y por terquedad. Paso los días leyendo, cruzando fuentes, armando mapas para entender qué está pasando. Me gusta decir que conecto hechos para intentar explicar algo. Y, sin embargo, cada vez me cuesta más responder a esta pregunta: ¿qué está pasando? ¿Pasa algo, de verdad, si todo sigue igual?

Hace unos días me topé con un concepto que me ayudó a nombrar esta incomodidad: «hypernormalization». Lo define la antropóloga digital Rahaf Harfoush como la sensación de vivir en un mundo donde los sistemas fallan, las instituciones se desmoronan y el poder se ejerce de una manera que pareciera indicar que nada estuviera ocurriendo. Una disonancia colectiva: sabemos que algo está mal, pero actuamos como si todo siguiera su curso. Como si no hubiera otra opción más que seguir.

La idea no es nueva. El documentalista Adam Curtis la rastreó hasta la Unión Soviética de los años 80, cuando el relato oficial insistía en que todo funcionaba, mientras la gente vivía en un país que ya había dejado de funcionar. Lo perturbador no es la mentira, sino la resignación compartida. La sensación de que no hay alternativa, y que lo mejor es adaptarse a la farsa.

Eso me dejó pensando. Porque no se trata solo de gobiernos lejanos o grandes narrativas. Es algo que está ocurriendo acá, ahora, en nuestras democracias, nuestras rutinas, nuestros vínculos con la realidad.

Y entonces me encontré con otra categoría que me resultó reveladora: el «homo streamer», una figura que aparece en un informe reciente de la prestigiosa consultora Isonomía. «No es el ciudadano desinformado ni el apático tradicional», me comentaba Pablo Knopoff, de esta agencia de análisis político. Hay un «otro» que elige no estar disponible para la interpelación constante. Que se informa, sí, pero a su modo. Que selecciona cuándo mirar, qué leer, de qué hablar. Un ciudadano imprevisible, silencioso para las métricas, pero decisivo en las urnas.

«No es un ‘desconectado’», insistía Knopoff. «Es alguien que ha entendido que hay algo tóxico en la exposición permanente, en la sobreinformación sin respiro, en la lógica del escándalo como norma. Y por eso se retira, no del mundo, sino del ruido. Elige cuándo estar. Y cuándo no».

Como periodista, esto me interpela. ¿Qué estamos haciendo para entender a esa mayoría silenciosa? ¿Qué responsabilidad tenemos los medios en la fatiga democrática, en la desesperanza informativa, en la normalización de la disfunción?

En este cuestionamiento me he encontrado con mensajes que se repiten. «Trabajo todo el día. No tengo tiempo de militar nada», decía una mujer en un chat sobre el tema. «Soy madre, y tengo que absorber el horror sin que mis hijos lo noten», dijo otra. «Si me involucro más, me quiebro», confesó un hombre, sin culpa.

Ninguno de ellos es cínico. Ninguno se ha rendido. Solo están tratando de sobrevivir en un mundo que se ha vuelto demasiado difícil de explicar. Tal vez lo que nos pasa no es indiferencia, sino agotamiento. No es falta de compromiso, sino una forma de autodefensa.

Lo peligroso, como decía Harfoush, no es la disfunción, sino que aprendamos a vivir con ella. Que la aceptemos como un paisaje más. Que dejemos de verla. Por eso escribo esto. Para intentar comprender. Sin respuestas. Con la necesidad de no callar del todo. Quizás de hablarnos aunque sea bajito.

De escribir, de leer, de escuchar. No para tener razón –tan propio de los tiempos y de quienes ocupan el espacio con certezas ruidosas–, sino para no olvidarnos de que todavía hay algo que puede cambiar.

No sé si logré conectar del todo las ideas. A veces se enredan, como en la vida misma. Pero si llegó hasta acá, querido lector, confío en que algo de este texto le haya resultado útil. En especial si siente algo parecido, sepa que no está solo. Mientras tanto, todo sigue. Pero no igual.