
El canto del cuco
El rechazo al moro
La ultraderecha política ve en ese recelo popular al forastero, latente o manifiesto, una ocasión de oro para obtener ventaja electoral
El rechazo al diferente, al que no pertenece a la tribu, persiste en las comunidades modernas a pesar de la globalización o justamente por eso. La gente mira con prevención y curiosidad al que viene de fuera. Le choca su indumentaria, el color de su piel, sus ritos religiosos, la celebración de sus fiestas, su forma de hablar y, en general, sus costumbres extrañas. Las clases más pobres y menos instruidas ven en el inmigrante a un invasor que viene a arrebatarles el problemático puesto de trabajo, a rebajar sus derechos laborales y a hacer más inseguras las calles. Y la ultraderecha política ve en ese recelo popular al forastero, latente o manifiesto, una ocasión de oro para obtener ventaja electoral. Se aprovecha de la ignorancia y la desesperación de los que tienen poco que perder.
Está ocurriendo en toda Europa, y España no es una excepción. Acabamos de comprobarlo, como una fuerte señal de alarma, en las localidades murcianas de Jumilla y Torre Pacheco, donde la consigna que ha recorrido las calles ha sido el «rechazo al moro», por más que los portavoces oficiales lo cubran de eufemismos justificadores. La invasión incontrolada de emigrantes, sobre todo los procedentes del norte de África, está siendo aprovechada por Vox para subir en las encuestas y por el PSOE sanchista para empujar a un PP titubeante a los dominios de Abascal. Es una pinza perfecta, de la que sólo podrá librarse el partido de Feijóo con un plan sólido y muy meditado de política migratoria, que bien podría inspirarse en la aquilatada doctrina social de la Iglesia. Al fin y al cabo, el humanismo cristiano está en la base original del Partido Popular, y tiene poco que ver con la deriva montaraz y anticristiana de la extrema derecha, que presume de católica.
En este país donde, según Umbral, «ser diferente es un pecado» y «el español es un neomudéjar con boina» se dan otras paradojas. Alguien podría decir: ¡Tantos inmigrantes y el Rey, expatriado; para el viejo Rey no hay sitio! Así somos. Remedando a Altolaguirre, dueños de nosotros, dueños de nada. Los que pretenden, como Abascal, restablecer la uniformidad antigua del paisaje humano y preservar formalmente la religión y la cultura tradicionales expulsando al extranjero, sobre todo al musulmán, o haciendo la vida imposible al diferente, van en contra del humanismo cristiano, aunque obtengan momentáneos beneficios electorales. Lo que hay que hacer, eso sí, es ordenar con sentido común las descontroladas corrientes migratorias. España debería seguir siendo, porque está en sus señas de identidad, un país hospitalario.
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