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Tribuna

Reencuentros en la Tercera Fase

Spielberg cambió su «statu quo», convirtiendo el lugar justo en lo que él imaginó: un imán para los obsesos de los ovnis

Al sur de Wyoming, rodeado de los bosques sagrados de los lakota, se levanta una montaña de apenas cuatrocientos metros de altura. Su perfil cuadrado, extraño, me obsesiona desde la infancia… y sé muy bien por qué. En 1977 ese promontorio protagonizó una de las mejores cintas de Steven Spielberg, Encuentros en la Tercera Fase. Yo era entonces muy pequeño, y la sola imagen de la montaña en el cartel, recibiendo la luz de una nave extraterrestre, se convirtió en una pesadilla. Con seis años llegué a pensar que ciertas cumbres eran el escondite de fuerzas sobrehumanas que era mejor evitar.

Pasaron cinco años hasta que vi la película. Los primeros videos domésticos llegaban a cuentagotas a nuestros hogares, y fue entonces cuando descubrí que ese cerro de cumbre plana y hecho de una sola pieza de basalto, no era el monstruo dormido que supuse, sino una suerte de faro que atraía a personas «llamadas» por una cultura alienígena que llevaba siglos observando nuestro planeta. Spielberg nunca nos explicó por qué eligió esa formación geológica. La Devils Tower o Torre del Diablo fue declarada en 1906 como el primer monumento nacional de los Estados Unidos. Ni siquiera Theodore Roosevelt consiguió darle la fama que merecía, y durante años apenas fue una muesca en un paisaje famoso por su pesca, sus alces y sus descarados perritos de las praderas. Pero Spielberg cambió su «statu quo», convirtiendo el lugar justo en lo que él imaginó: un imán para los obsesos de los ovnis.

He podido comprobarlo personalmente hace solo unos días. A sus pies, los guardas del lugar no dudan en vincular la cima -que es, también, meca para alpinistas atrevidos- con una leyenda india muy cósmica. Según ese relato, hace mucho tiempo, siete niñas lakotas fueron abordadas allí por un oso gigantesco. Asustadas, corrieron a refugiarse sobre una roca que apenas levantaba unos palmos del suelo e imploraron al Gran Espíritu que hiciera crecer aquel refugio hasta hacerlo inalcanzable para su agresor. El Espíritu accedió, pero el oso, iracundo, comenzó a arañar las laderas de la colina que se estaba formando ante él, creando las fisuras que hoy se aprecian en sus laderas. El caso -sigue contando la leyenda- es que algo les pasó a las pequeñas allá arriba, porque cuando la montaña terminó de crecer, fueron ascendidas por el Gran Espíritu hasta los cielos, convirtiéndose en las siete luminarias de las Pléyades.

Curiosamente, el mito cósmico no fue apreciado hasta la cinta de Spielberg. Los primeros habitantes de la región la llamaban simplemente Mato Tipila, «la morada del oso», y lo del diablo fue cosa de los primeros colonos, que la consideraron una cima inexpugnable hasta que, en 1874, un coronel del ejército la encumbró clavándole estacas en uno de sus lados, a modo de peldaños.

Todo esto estuvo en mi cabeza la semana pasada, cuando acampé bajo su sombra. Eran días de perseidas, y la silueta cuadrangular de Mato Tipila me sirvió de marco para admirar el paso de varios meteoritos como los de las escenas cumbre de la película de Spielberg. Allí me acordé también de Luis José Grífol, un perito mercantil de Barcelona, que poco después del estreno de Encuentros en la Tercera Fase, convirtió las crestas de la montaña de Montserrat en el Sinaí ibérico de los ovnis. Me habría gustado preguntarle si conocía otra curiosidad geológica cercana, las «agujas» de granito de Dakota del Sur, creadas por el mismo fenómeno geológico que alumbró la Devils Tower y que guardan un asombroso paralelismo con la montaña sagrada catalana. Pero ya no puedo. Grífol se ha retirado de la vida pública y ya no responde a esas preguntas, ni cuenta por qué convirtió a Montserrat en el reflejo hispano de la cumbre de Wyoming.

Esa noche por cierto, hice algo más: el camping donde me quedé ocupa justo la «explanada del contacto» de la película y sus dueños tienen la ocurrencia de proyectarla cada noche de verano, al aire libre, mientras el sol se oculta detrás del cerro. Me acerqué a su pantalla gigante, me procuré una silla del colmado cercano, y me dejé embriagar por los diálogos de Richard Dreyfuss o François Truffaut, como si nunca hubiera tenido ocasión de verlos en el viejo Beta de mis padres. Allí, casi creí escuchar al gran oso de los lakota arañando el basalto, y casi me dejé convencer por la última y alocada teoría que ve en esa roca los restos de un colosal tronco petrificado, cuyas raíces deben atravesar aún la mitad del estado de Wyoming.

Lo de la semana pasada, créanme, ha sido la experiencia más friki de mi vida. La anoto ahora, ya lejos de allí, tratando de describirla con objetividad, mientras me llegan los ecos de casi tres generaciones de visitantes que han acudido a ella atraídos por una película que es ya mucho más que un blockbuster: es la semilla de un mito nuevo, de un perfil geográfico que ya es indisociable de nuestro anhelo humano por contactar -o ser contactados- por otras inteligencias que nos consuelen de nuestra soledad cósmica.

Cuando un día de estos los astrónomos del Very Large Array de Socorro, en Nuevo México -a tiro de piedra en ovni de Wyoming- capten, como en Contact, una señal inteligente de otra civilización, viajaré otra vez a Wyoming para celebrarlo en Mato Tepila. Será mi particular reecuentro en la tercera fase. Mi mito.

Javier Sierra es escritor y premio Planeta de novela