
El bisturí
La reina madre en el avispero de la izquierda radical
A medida que sus rivales de izquierdas se hunden más, García radicaliza sus posturas
De las cuatro reinas que aspiran a controlar el avispero en el que se ha convertido el comunismo en España, hay una más peligrosa que todas las demás: Mónica García. La ministra de Sanidad aprovecha los tiempos convulsos que vive hoy la política española para hacerse notar entre sus potenciales aunque cada vez más escasos electores, mientras acumula veneno para utilizarlo en caso necesario contra las otras tres aspirantes a gestionar los despojos que quedaron en la ultraizquierda tras la saga/fuga de Pablo Iglesias: Yolanda Díaz, Ione Belarra e Irene Montero.
Las cábalas que se hace la ministra García son sencillas. A Yolanda Díaz la da por amortizada y cree que su caída es solo cuestión de tiempo, porque el PSOE la desprecia –véase el enfrentamiento protagonizado con el ministro Carlos Cuerpo– y las bases han dejado de creer en ella tras su metamorfosis pijoprogre durante su paso por la vicepresidencia del Gobierno. En Belarra ni siquiera ve a una rival. Sabe que la marca Unidas Podemos está abrasada y que su cabecilla no tiene tirón entre los votantes de ultraizquierda con su cara de persona permanentemente cabreada y sus mensajes vacuos y repetitivos. A la tercera posible rival en discordia, Irene Montero, también la considera amortizada. Su paso por el Ministerio de Igualdad y la ley del solo sí es sí la dejaron noqueada y las proclamas que lanza desde su retiro dorado en Europa son solo los estertores de una muerte política que ha empezado ya, aunque ella aún no lo perciba.
En este contexto, Mónica García se considera la gran esperanza blanca, la lideresa llamada a aglutinar de nuevo el voto de la izquierda radical descontenta tras seis años de falso progresismo emanado del contubernio entre el sanchismo, Podemos y Sumar. A ello se dedica en cuerpo y alma, a destacar en medio de la más absoluta mediocridad, a ser una suerte de primus inter pares en el que pronto dejaría de haber pares. En esta tesitura, la sanidad es lo de menos. Se ha convertido en un mero instrumento, un trampolín desde el que descabezar a sus rivales y emerger en solitario como la elegida, algo que por otro lado intentaron hacer en el pasado diferentes ocupantes de la cúpula de un Ministerio sumido en las desgracias, con suerte desigual. La estrategia de Mónica García en la gestión política ha sido clara desde el primer minuto. Sabedora de la apetencia a la adulación y al peloteo que impera en el sector sanitario, la anestesista ha mostrado durante su primer año en el cargo su cara más amable para no granjearse más enemigos de los necesarios, apuntando los tiros hacia Madrid y a Isabel Díaz Ayuso, y sólo hacia una parte de la sanidad privada, no toda, en aplicación del principio de divide y vencerás.
A medida que sus rivales de izquierdas se hunden más, García radicaliza sus posturas y empieza a quitarse la careta para revelar su verdadero rostro. La muestra de esta progresiva transformación se ha producido con Muface y su maquiavélica apuesta por destruir el modelo para sobrecargar de pacientes a Madrid, territorio que golpeó su orgullo tras sufrir en él un durísimo revés electoral. La ministra está dejando la sanidad hecha unos zorros, peor que nunca, pero su objetivo no es arreglarla, sino utilizarla como ariete para desplazar a sus rivales ideológicos y apropiarse de los pocos electores que aún creen ingenuamente que la ultraizquierda mejorará sus vidas.
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