Tribuna

El reino de la hipocresía

Se trata de una guerra en la que nuestra sociedad no está triunfando. Ni mucho menos. Van ganando los malos

El reino de la hipocresía
El reino de la hipocresíaBarrio

Hace unas semanas asistí a un acto que prometía ser meramente protocolario, pero que resultó estar cargado de sentido. Se trataba de la imposición de las medallas al mérito del Plan Nacional contra la droga. Se celebraba en el estéticamente incómodo Ministerio de Sanidad, un edificio que parece planificado para deslustrar el maravilloso paseo del Prado. El auditorio estaba lleno hasta la bandera, y no escaseaban los uniformes. Tras la bienvenida inicial comenzó la presentación de los condecorados. Una sucesión de ejemplos que ponían el corazón en vilo y la carne de gallina. La mujer, viuda, y el hijo, huérfano, de un agente del Servicio de Vigilancia Aduanera, caído en acto de servicio; la guardia civil, tocada inesperadamente con un turbante que ponía de relieve, más que ocultaba, los efectos de la quimioterapia, que no había conseguido detener su trabajo en una compleja y arriesgada investigación; las madres contra la droga de la asociación Erguete, de la valerosa Carmen Avendaño, a las que vimos en las calles de Vigo afrontando a los poderosos narcotraficantes que asolaban sus barrios y devastaban a sus hijos.

Se escuchaba cada mención en un religioso y estremecido silencio que se resolvía en estruendosos aplausos. Porque estábamos ante una sucesión de historias que destilaban entrega, eficacia y coraje hasta el heroísmo. Además de a Erguete se premió a la Asociación ASFEDRO, que sigue librando una batalla sin cuartel contra las drogas en la comarca de Ferrol y a la fiscal antidroga que, gravemente enferma, se reincorporó al servicio sin terminar su tratamiento contra el cáncer. Trataba así de evitar que su ausencia contribuyera a evitar la condena de una poderosa trama de blanqueo de capitales. Su condecoración, a título póstumo, fue recogida por uno de sus hijos.

Impactante fue la intervención de la representante de la Dirección General de Migración de la Comisión Europea. En un español torpe pero entusiasta, renunció a reivindicar sus merecimientos, que consideró secundarios en comparación con el sacrificio de los que están en primera línea de la lucha contra esta insidiosa lacra. Puso como ejemplo, la muerte en acto de servicio de los dos guardias civiles recientemente asesinados por los narcos en Barbate. Como es fácil adivinar los aplausos llegaron a un paroxismo que se extendió durante varios minutos. Hubo bastantes más premiados, cuyas acciones recorren todo el vasto campo de actuación que implica este combate. No solo en la represión del tráfico, sino en la prevención, el estudio y las consecuencias de las adicciones. Sin embargo, el tono final de los discursos resultó agridulce, porque la impresión que se extrae es que se trata de una guerra en la que nuestra sociedad no está triunfando. Ni mucho menos. Van ganando los malos.

Y resulta que los malos no son solo los torvos narcos agazapados en suntuosos refugios de la América canalla. Ni los camellos avariciosos y a menudo violentos que se mueven con creciente impunidad. Hay toda una caterva de personajes, más o menos poderosos, que disfrutan de los suculentos beneficios de este siniestro negocio. O que son cómplices imprescindibles de su difusión desde el mundo de lo glamuroso y lo mediático. Pero la complicidad más insidiosa e imperceptible es la de la sociedad en su conjunto. Una sociedad que no reconoce en la droga una de las patologías más peligrosas que la acechan. Que condena de forma genérica las evidencias más innegables y de consecuencias inmediatas, mientras aparta la vista del trasfondo más peligroso del problema, que afecta al núcleo de lo que reconocemos como esencial de la condición humana: La confluencia entre justicia, caridad y libertad.

Esta ambivalencia es la base de la hipocresía que caracteriza el tratamiento de las drogadicciones. Se evidencia por doquier. Por ejemplo, yo tengo un hijo militar que tiene que someterse sistemáticamente a controles antidrogas. Un desliz al respecto puede costarle incluso la pérdida de su trabajo. Igual sucede con policías, maquinistas, pilotos, camioneros y otras profesiones que suponen riesgos inasumibles para los bienpensantes. Sin embargo, hay profesiones y ocupaciones cuyo desempeño supone la necesidad de una lucidez y una claridad de pensamiento incompatibles con este tipo de adicciones. No se les exige nada equivalente. Significativamente los políticos, los miembros de la judicatura y la fiscalía y los profesionales de la enseñanza.

Por todos los parlamentos democráticos viene sobrevolando la sospecha de consumo de drogas por sus miembros. Pero hasta la fecha, que yo sepa, solo el chileno se ha atrevido a imponer controles sobre drogas a sus miembros. Recientemente un amigo abogado asistió a una fiesta rimbombante en Barcelona. Participaban en ella muchos personajes de postín incluyendo algún miembro de la judicatura. Mi amigo observó con estupor que en uno de los lavabos se encontraban rayitas de cocaína a disposición de los asistentes. Parece que estos comportamientos distan mucho de ser episódicos. Pero no parece haber nadie dispuesto a investigarlos ni a denunciarlos. Son asuntos que escapan de la esfera de lo particular mientras se suceden escándalos como la reciente puesta en libertad de uno de los capos de la mocro-mafia como consecuencia de un «error judicial» que echó por tierra un ingente trabajo policial. O las excarcelaciones como consecuencia de acuerdos extrajudiciales que se suceden sin descanso en el sur peninsular. Unos acuerdos autorizados por jueces que reducen las penas a lo ridículo, para capos acusados de graves delitos, ante la impotencia de la Policía.

Mientras tanto se soporta en muchas zonas la prepotencia de los narcotraficantes, que pasean ruidosos bólidos por sus dominios. Amparados por la respetabilidad que les proporcionan legiones de abogados de postín, que inundan sin pudor las marisquerías cercanas a los centros penitenciarios donde purgan sus clientes. En resumen: El triunfo de la hipocresía.

Antonio Flores Lorenzoes ingeniero agrónomo, historiador y antiguo representante de España en la FAO.