Tribuna

El rinoceronte

Hubo otra España en la que también coexistían el drama y la comedia, al fin y al cabo fuimos siempre amigos de los excesos, pero difícilmente se alcanzaron los niveles actuales

Hace dos semanas anunciábamos el programa de la temporada teatral que iba a ponerse en marcha. El plato fuerte no podía ser otro que la representación, cada vez más indecorosa, de la lucha por el poder a partir de los pródromos de esta XV Legislatura. Se trata de la consumación de la tragedia La liquidación de España, arropada bajo el manto de varios folletines degenerados. Hasta ahora se han puesto en escena tres: «los flecos de la boda del año», «el crimen de Tailandia» y «el beso robado». Este último ha sido un éxito descomunal para sus promotores, acentuando así aún más el oprobio general. ¿Cuál será la siguiente función? Tal vez encajaría bien La Cantante Calva, exponente señero de la destrucción del lenguaje y sus efectos. No habría peligro de posible reacción negativa. La mayoría de los españoles han alcanzado ya la condición descrita en El Rinoceronte. Los medios de comunicación, dedicados a intoxicar y manipular la información, contribuyen a la reducción drástica de españoles capaces de pensar.

A la vista de la buena marcha de sus propósitos, los actores de la traición hispanicida se pavonean con aire chulesco, tanto los independentistas, como los gobernantes, obligados a impedirlo, convertidos en cómplices. El sr. Sánchez reparte los papeles, señala a los buenos y a los malos, establece sus reglas de juego y rompe las de todos. ¿Incluso la Constitución? Pues también. A estas alturas ha realizado suficientes ensayos sin recibir la respuesta adecuada. Si algo no se ajusta a los deseos del aspirante a autócrata, lo elimina sin reparar en gastos. No le importa la división entre los españoles que conlleva su intransigencia y altanería.

La historia de España podría definirse como la sucesión de etapas, más o menos largas, marcadas por crecientes tensiones internas y problemas en aumento, que discurren entre dos pactos. Tales convenios solemnes ponen de manifiesto la ausencia de acuerdos cotidianos como método de convivencia. Solo cuando se percibe la amenaza de ruptura «definitiva», se evocan los pactos extraordinarios, que vienen a denominarse con el nombre del lugar en el que se suscriben.

Las grandes componendas forzadas, con su correspondiente parafernalia, públicas o secretas, que acaban siendo lo mismo, resultan emocionantes. Lo otro, la normalidad desde el entendimiento voluntario, producto del sentido común, resulta demasiado aburrida. El entusiasmo sube de punto cuando los acuerdos van dirigidos a destruir algo. Por ejemplo el Pacto de San Sebastián, o el del Tinell. Este último símbolo destacado del paradigma democrático, conocido como «cordón sanitario». Algunos fueron precedidos de múltiples negociaciones, como los Pactos de la Moncloa; pero no faltan los suscritos a bote pronto, sin que los ciudadanos se enteren bien de su contenido, como el Pacto del Capó. Otros, movidos por los mejores propósitos, demandan atención continuada, como el Pacto de Toledo.

En estos días de desencuentro radical de los principales partidos políticos, responsables de la complicada y preocupante situación que sufrimos, son mayoría las voces que se alzan con ecos «pactofílicos» y reaparece, en determinados círculos, la evocación del Pacto del Pardo. No cabe duda de su pertinencia, como hipotética fórmula para salir de esta grave crisis. Pero, en medio de la degeneración actual, resultaría imposible. Hoy puede llegarse a toda clase de acuerdos que antepongan al bien común y al interés de España, cualquier otro objetivo, por repugnante que sea. Parece una quimera establecer algún diálogo, basado en la solidaridad a la búsqueda de superar los factores de enfrentamiento, pero esto resulta terriblemente «lógico», ante la inexistencia del lenguaje necesario para la comunicación, que nos ha convertido, como denunciaba Ionesco, en seres incomprensibles e incomprendidos. Tampoco se encuentra la elevación de miras y el sentido de Estado, imprescindibles para lograrlo. No sirve de nada, como se ha demostrado hasta el momento, la invocación a los dirigentes más destacados del PSOE de ayer, para abrir alguna vía de entendimiento.

A veces, debido a mi ignorancia, pero también a una esperanza irrenunciable me pregunto, ¿no habrá en España si siquiera una docena de hombres o mujeres, que como Berenger no estén afectados de rinocerontitis y sean capaces de cumplir su palabra?, ¿el compromiso con su país como representantes de la nación? En mi tierra, en esa Castilla cada día más Vieja y más necesaria, la palabra de un hombre valía tanto como él mismo. Son muchos los que han manifestado públicamente, y en privado, el rechazo al proyecto del actual presidente; y su rotunda incompatibilidad con la caterva de aliados que Sánchez necesita para mantenerse en el poder a cualquier precio. Elijan entre la honradez y el deshonor.

Hubo otra España en la que también coexistían el drama y la comedia, al fin y al cabo fuimos siempre amigos de los excesos, pero difícilmente se alcanzaron los niveles actuales.