Antonio Cañizares

25 años como obispo

La Razón
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El 25 de abril pasado se cumplieron los 25 años de mi ordenación episcopal. Además de mi acción de gracias a Dios por este inmerecido don, como dije en la homilía de la eucaristía en la catedral de Valencia, el sábado, tengo muy presente la carta a los Hebreos, y, así, trato de correr en la carrera que me toca, sin retirarme, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre». No me canso, ni pierdo el ánimo y creo que no he llegado hasta el límite «hasta la sangre», pero estoy dispuesto, Dios lo sabe, en esta brega, duros trabajos por el Evangelio, batalla, que es el ministerio episcopal, en el que mi única ganancia y paga es Jesucristo, quien todo lo merece, así como la Iglesia. Mi paga, en efecto, es entregarme a la Iglesia, y seguir a Jesucristo, mi lote, mi heredad, mi copa. No quisiera tener otro conocimiento que Jesucristo, y este crucificado, no quisiera tener otra sabiduría para el gobierno pastoral que la sabiduría de la cruz, la sabiduría de la entrega y obediencia a Dios y el amor ni tener otros sentimientos como pastor que los de Cristo Jesús, que siendo de condición divina se despojó de su rango. No quisiera entregar ni dar otra realidad a los demás que la que Jesús nos dio: Dios mismo, Dios revelado en la carne humanidad de su Hijo, Dios amor. Sólo Dios. Este ha sido y debe ser el horizonte de mi ministerio, como me dijo el Cardenal J. Ratzinger cuatro días después, el 10 de marzo de 1992, de hacerse público mi nombramiento como Obispo de Ávila: Dios, Dios sólo, así seré siervo suyo y servidor de todos, y serviré a todos especialmente a sus predilectos o preferidos los últimos, los que no cuentan..., los pobres, así comunicaré su palabra no la mía. Pido que sea así. Pido para mí que esté unido, configurado con Cristo, que sea hombre de Dios, amigo fuerte de Dios, y, para ello, que tenga un asiduo trato de amistad con Dios, que eso es oración en expresión teresiana, hombre de oración, que ore mucho por los fieles a mí encomendados, que será la mejor prueba de que los quiero de verdad .

Soy Obispo por fe y por obediencia para contribuir a la edificación de la Iglesia, cuyo arquitecto y constructor sólo puede ser Dios; es verdad que si no es Él, en vano nos cansamos los constructores. Pido que permanezca en esta certeza que me da la Iglesia. (¡Que maravilla ser Iglesia y confesar la fe de la Iglesia! Me decía una persona muy querida, joven, mi hermano, que sabía que iba a morir, murió al día siguiente­: «Todo esto se refería a sus sufrimientos y consciente de que nos dejaba para que el mundo crea; porque no sabemos lo que tenemos con la fe». No sabemos, en efecto, lo que tenemos con la fe. La fe nos hace vivir de otra manera, y esperar de otra manera; la fe lleva a darlo todo para que los demás tengan ese mismo gozo y esperanza que sólo la fe puede dar; la fe afronta la vida y la muerte con toda esperanza; la fe hace vivir la vida con una confianza imaginable en el niño recién amamantado en brazos de su madre: todo lo tiene y nada le falta; la fe sabe entregarse con una generosidad total que sólo en el Hijo de Dios, crucificado, podemos encontrar. Anunciar la fe, que la gente crea es mi mayor preocupación, y ayudar a que crean estimo que es mi mejor, primer e imprescindible servicio a los hombres y sociedad de hoy. En el centro de nuestra fe: Dios, Creador y Redentor. El primer artículo de la fe de los cristianos es: «Creo en Dios»; y el último es: «Creo en la vida eterna».

«Si en nuestra vida de hoy y de mañana, afirmaba el entonces Cardenal J. Ratzinger, prescindimos de Dios y de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al fin manipulable. Pierde su dignidad esta criatura imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida»; es inventar nosotros, solos ya obscuras, el mejor modo de construir la vida en este mundo que pasa y fenece.

Por esto mismo, la vida y tarea fundamental de la Iglesia, aquello de lo que ha de vivir y lo que ha de ofrecer y entregar a los hombres de hoy, aquello de lo que ha de dar testimonio ante nuestro mundo, es Dios. Hacer presente a Dios en medio de los hombres y darle gloria es su misión. La tarea de la Iglesia es tan grande como sencilla: consiste en dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que la luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia. Pues allí donde está Dios, la vida resulta luminosa incluso en las fatigas de la existencia, hasta en la gran fatiga de la muerte. La Iglesia existe para esto: para vivir, como el justo, de la fe, es decir, de Dios. Esta es su imprescindible y urgente aportación al mundo de siempre y, particularmente, al e hoy. Si no aportase esto, por encima de todo, no aportaría nada relevante a la indigencia principal del hombre, que es la de Dios. «Si solo damos a los hombres conocimientos, habilidades, capacidades, técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. Y entonces se imponen demasiado pronto los mecanismos de violencia y la capacidad de destruir y de matar se hace dominante, transformándose en capacidad de alcanzar el poder, un poder que antes o después debería traer consigo el derecho, pero que nunca será capaz de hacerlo. Con ello nos alejamos cada vez más de la reconciliación, del compromiso común por la justicia y el amor» (Benedicto XVI). Ahora mismo, es lo que nos está diciendo el Papa Francisco a todo el mundo en su viaje a Egipto: en Dios y por Dios encontramos el amor y vivimos en el amor que es perdón y reconciliación, que ama a todos también a los enemigos, que da fortaleza para dar la vida testimoniar que Dios, revelado en Jesucristo, con rostro humano, encontraremos la paz tan urgente como necesaria. O como me decía un gran judío, Simón Peres, «tenemos la gran responsabilidad ante el mundo entero que sin Dios no será posible la convivencia ni la paz, porque no será posible la afirmación y salvaguarda de la dignidad inviolable ni los derechos inalienables de todo ser humano, sin exclusión de nadie».