Ada Colau

Ahora, la gente

La polémica entre el PP y C´s sobre un término en sus acuerdos firmados en la Comunidad de Murcia constituye un buen ejemplo académico y político de la ambigüedad interpretativa

La Razón
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Aunque se repite a menudo no acabamos de interiorizar que el uso del lenguaje jamás es inocente, porque la elección de las palabras transmite intencionalidad. La pretensión de Antonio Machado de escribir como se habla tampoco es posible. La comunicación oral pretendidamente neutra puede recurrir a otra suerte de recursos: determinada entonación, expresión corporal u otras fórmulas vienen a modificar y hasta a alterar significados, por ejemplo, los gritos del presidente Trump: «América, América». Sin la gestualidad y agresividad con la que fueron emitidos carecerían del sentido provocador que manifiesta este curioso presidente y, a la vez, actor o intérprete, forjado en el medio televisivo y en programas de gran audiencia, donde no sólo las palabras, sino la gesticulación y el tono constituyen una parte esencial. En tiempos de la recién acuñada «posverdad», disfraz de la mentira, podríamos acudir al prólogo de Ortega y Gasset en la edición francesa de «La rebelión de las masas», de 1937 (aunque el libro en español se publicara en 1930, recopilando su serie de artículos de 1926 de «El Sol»). Señalaba el pensador que «definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica tácitas reservas y cuando no se interpreta así produce funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuera sincero».

El lenguaje oral o escrito constituyen la forma humana de comunicarnos, aunque las palabras pueden ocultar toda suerte de efectos emocionales y de comportamiento social, ya que no son una fórmula matemática y puede interpretarse. La polémica entre el PP y C´s sobre un término en sus acuerdos firmados en la Comunidad de Murcia constituye un buen ejemplo académico y político de la ambigüedad interpretativa. En aquellas también difíciles décadas en las que escribió Ortega se estaban produciendo movimientos extremistas a derecha e izquierda del espectro político que conformarían la primera parte del dramático siglo. Los protagonistas de la Revolución Francesa se dirigieron a un pueblo que la aristocracia dominante consideraba populacho, aunque fue entonces paradójicamente cuando se dignificó el término «ciudadano». En los inicios del pasado, los bolcheviques utilizaban proletario u obrero, que la España de Franco sustituyó por «trabajadores» o «productores». Ortega, desde sus principios liberales y burgueses, trató de los fenómenos de masas que contraponía a las élites que debían, desde actitudes intelectuales y sociales, orientar el progreso social. Por aquellos años consideraba que «el hombre moderno es el hombre burgués. Con esto le hemos aplicado un atributo sociológico. Pero, además, el hombre moderno es un europeo occidental, y esto quiere decir que es, más o menos, germánico». Su pensamiento aquí queda meridianamente claro. Sus «masas» no son tan sólo las del temible proceso revolucionario que observa. En el siglo XXI, desaparecida u olvidada lo que se entendió como lucha de clases, fruto del pensamiento marxista del siglo anterior, los nuevos partidos españoles han sustituido anteriores fórmulas por «gente». Sus partidarios son gente y ellos mismos aseguran formar parte y, a la vez, dirigirse a la gente. Ello justificaría una política transversal y, ante las dificultades que puedan plantearse, se reservan un arriba y abajo social deliberadamente impreciso mediante el que pretenden alejarse de doctrinarios anteriores. Se mantiene de este modo la ambigüedad del nuevo lenguaje que ha de caracterizarles.

En una reciente entrevista a Ada Colau se le preguntó por el significado de «la gente» y en la senda de lo apuntado respondió: «Es la inmensa mayoría de la población, que está absolutamente infrarrepresentada en las agendas políticas y mediáticas. Un hecho contrastado». El término «gente» parecería, desde la política, totalmente neutro, aunque resulte todo lo contrario. Para entender su primigenio significado recurro al «Tesoro de la lengua castellana o española» de Sebastián de Covarrubias (Madrid, 1616), donde «gente» se define así: «En lengua castellana vale concurso de personas en algún lugar como: Hubo mucha gente oy en la plaça. Está el lugar sin gente. Irse al hilo de la gente, irse tras los muchos que caminan para alguna parte. Hacer gente, levantar algún capitán soldados». Eran años en los que «gentes» equivalía también a naciones. Colau y los jóvenes políticos confieren otro sentido a un término que adquiere nuevos valores, porque las palabras son como entes vivos, con su historia a cuestas, dispuestas a servir para lo que se les demande. Queda lejos aquella crítica frase hecha: «¿A dónde vas Vicente? A dónde va la gente». La alcaldesa de Barcelona es una más del amplio espectro político situado anteriormente a la izquierda (término originario de la Revolución Francesa) que se pretende desterrar. No responde como en sus orígenes a personas que se hallan en algún lugar, sino que se ofrece teñida de reivindicación. «La inmensa mayoría» sirvió al poeta Blas de Otero para enfrentar su estética a la de Juan Ramón Jiménez, quien dedicaba su obra «a la minoría, siempre», lema muy orteguiano. Para Colau, en la mencionada entrevista, «élite» equivale a «poder» y lo limita a la perspectiva político-social. De este modo se está construyendo, a través de la consideración de algunas palabras clave, la ideología todavía confusa que traslucen algunos jóvenes. Precisan, para afirmarse, de un lenguaje que les caracterice. Ahora se impone lo de la gente y todo lo demás.