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Carlos I, rey de toda España

La Razón
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Se están formulando críticas contra libros de texto empleados en Cataluña con razones políticas que pretenden legitimar los programas independentistas y en ellos se insiste en presentar al primero de los Habsburgo como si en su lista de títulos patrimoniales se encuentre la justificación del nacionalismo. Se trata un poco de demostrar que la plurinacionalidad de aquel muchacho nacido en Gante y de madre española que en 1517 llegaba a España para recoger la herencia patrimonial de su abuelo era aplicable también a los reinos que, unidos, formaban desde este momento una sola Corona. Nunca Cataluña empleó el título de nación ni tampoco de reino. Cabeza directiva de un vasto imperio mediterráneo Barcelona, sin dejar de considerarse a sí misma como «mejor tierra de España» había conseguido que sus soberanos conservasen el título de «condes de Barcelona» asegurando de este modo una vinculación que otorgaba a la vez primacía. Es lo que hace don Juan de Borbón cuando recibe de su padre Alfonso XIII la transmisión de la legitimidad. Si bien muchos de sus partidarios le titulaban Juan III él prefería titularse conde de Barcelona resucitando así la capitanía de esta ciudad que aún sigue aspirando a asumir los títulos deportivos españoles.

Todo había sucedido, hace ahora quinientos años, en un dramático y a la vez emotivo encuentro que tuviera lugar en el palacio conventual de Tordesillas que servía de refugio y oración para mujeres doloridas por diferentes causas, siempre que fueran miembros de la dinastia real. Y allí había encontrado refugio la reina Juana que, junto a la última de sus niñas, Catalina, que llegaría a ser reina de Portugal y que contaba solamente diez años pudiendo de este modo conservar la vista sobre el ataúd en que yacían los restos de su amado e infiel marido. Lo que Carlos y su hermana Leonor buscaban era un encuentro con la desdichada madre que apenas pudo ya reconocerlos: ¿estos son mis hijos? preguntó a sus damas de compañía. Los cuatro se besaron y abrazaron para luego asistir al funeral solemne que pondría fin al peregrinar de los restos mortales de Felipe.

No hay duda. Juana sufría una incurable dolencia en su sentimiento pero no en su razón. No pasaría mucho tiempo sin que los jefes de los comuneros así lo comprobasen. Y ella era ante todo y sobre to do la titular del reino. Y ahora allí estaba al fin su hijo que podía titularse rey del Casal d’Aragó y al que inmediatamente reconoció con las mismas palabras que sus padres usaran para fundir los reinos que formaban la nación española. De este modo se consolidaba la gran Monarquía que durante siglos buscara una restauración. Así lo reconocieron en enero las Cortes reunidas en Valladolid. Y cuando por primera vez visitó Barcelona la gente, con sorpresa del mismo, se echó a la calle para aplaudirle. Allí estaba, al fin, Carlos I de España, la meta perseguida que garantizaba a Cataluña ese predominio sobre las olas del Mediterráneo que llevaban hasta Alejandría y los mismos umbrales de Jerusalem.

Es algo que ciertos políticos de corta mirada parecen olvidar. El progreso consiste en crecer desde las raíces a la frondosidad de las ramas. Carlos estuvo a punto de conseguirlo y por eso uno de los premios que otorga la actual europeidad lleva su nombre en paralelo al de Carlomagno. El último y el primero entre los que se titularon emperadores de Europa. He vuelto a repetir muchas ideas que en anteriores artículos manejara porque me parece que para el interés de los españoles –de todos– conviene articular un giro que nos evite incurrir nuevamente en errores. Europa está ahí y sigue siendo uno de los protagonistas esenciales en el suceder histórico. Prescindamos de los nacionalismos minorizadores –¿es acaso Malta una nación?– para entrar en la defensa de la que fue preocupación esencial de la europeidad durante siglos: la persona humana.

Aquí entra el protagonismo de España. No debemos olvidar que fue precisamente en uno de los monasterios sometidos al poder musulmán en donde se empleó por primera vez el termino europenses para definir a quienes defendían la herencia latinohelénica de los invasores. Pues bien durante siglos se produjo en ella una coexistencia entre los fieles de las tres religiones monoteístas merced a la cual no solo pudo salvarse una parte sustancial del patrimonio sino poner las bases de aquello que los coetáneos de Carlos llamaban modernidad. Los últimos intentos de Cisneros fundador de la Universidad de Alcalá estuvieron dirigidos precisamente a lograr un entendimiento entre el tomismo racional y el scotismo individualista que permitiera definir con precisión todos los rasgos que caracterizan a la personas. No lo consiguió del todo, odios y rivalidades desempeñan importante papel en las discusiones científicas pero sus franciscanos lograron hacer de América un mundo nuevo, fértil, que ahora se ve amenazado precisamente por desviarse de la herencia recibida.

Desde 1947 aquella generación que aun contemplaba las heridas causadas por el siglo más cruel comenzó a trabajar y, superando dificultades, logro éxitos para los que carecemos de precedentes. Por encima de comarcas y tierras desorientadoras la europeidad se abre camino. Ya no hay guerras. Pero subsisten la violencia y el menosprecio hacia la persona humana. No basta castigar incurriendo a veces en enemistades partidistas. Es necesario progresar, es decir crecer. Los nacionalismos son minorizadores y por ello contradictorios con la realidad. Amar al prójimo no más ni menos que a uno mismo es enseñanza que el cristianismo ha insertado en la cultura europea: debemos borrar para siempre las descalificaciones de los nacional-fundamentalismos. Y poner todas las energías al servicio de los demás. Sólo el orden moral puede ayudarnos a conseguirlo.