Historia

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Chapultepec, 25 años después

Para otros hermanos, los salvadoreños, Chapultepec equivale a acuerdos de paz. Allí se firmarían, entre la madrugada del 31 de diciembre de 1991 y el 16 de enero de 1992, los definitivos que ponían fin a doce años de guerra en El Salvador con el elevadísimo coste de 75.000 víctimas

La Razón
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Para nuestros hermanos mexicanos, Chapultepec es museo, palacio, colina, escuela militar, centro de poder. Para los amantes de la historia, es una de las huellas de nuestro Bernardo de Gálvez en tiempos del Virreinato. Pero, para otros hermanos, los salvadoreños, Chapultepec equivale a acuerdos de paz. Allí se firmarían, entre la madrugada del 31 de diciembre de 1991 y el 16 de enero de 1992, los definitivos que ponían fin a doce años de guerra en El Salvador con el elevadísimo coste de 75.000 víctimas. Era la culminación de un largo proceso que se inició cuando los cinco presidentes centroamericanos pidieron los buenos oficios de Naciones Unidas para acabar con los conflictos que asolaban la región. De hecho la partida de nacimiento de aquél y otros procesos había que buscarla en los acuerdos de Esquipulas de 1987 auspiciados por el presidente de Costa Rica, Óscar Arias. El impulso de la ONU lo canalizaría Javier Pérez de Cuéllar, que trabajó hasta el último segundo de su mandato por lograrlo.

Nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores concentró el pasado 31 de enero en Casa América a varios testigos de aquellos procesos y de la Misión de Naciones Unidas –ONUSAL–, que materializó su cumplimiento y con la que España se comprometió seriamente. Allí habló con convicción Felipe González, presidente del Gobierno de entonces, resaltando que más que conmemoración podía hablarse de celebración por los 25 años de paz que vivía El Salvador. Por supuesto, con problemas pendientes, con heridas. Pero éstas se curan mejor en un clima de paz que en hospitales de campaña.

Allí estaba Nidia Díaz, brava integrante de la cúpula del FMLN , una de las firmantes de los acuerdos. Allí estaba Óscar Santamaría, canciller de la República con Cristiani, testigo de excepción de todo el proceso. Allí estaba el general español Víctor Suanzes, que mandó una potente División Militar formada por 368 observadores –166 de ellos españoles– procedentes de 12 países. Alrededor de ellos, los diplomáticos –Yáñez, Pico de Coaña, García Casas– que tanto tuvieron que ver en el éxito de las negociaciones.

Allí estaba un joven canciller salvadoreño, Hugo Martínez Bonilla, que representaba a la nueva sociedad surgida de la paz. Contestó con una sonrisa inteligente a nuestra pregunta: «¿Dónde estaba en 1992? Aún no tenía edad para estar».

Ambiente relajado. Oyentes interesados. Ausencias. Testigos directos. Juan Antonio Yáñez recordó, como uno de los momentos mas emocionantes de su carrera, la madrugada del 31 de diciembre 1991 en Nueva York, cuando Pérez de Cuéllar –últimos minutos de su mandato– consiguió el acuerdo final.

También vinieron otros recuerdos. Yo tenía a mi lado a un sonriente y educado Óscar Santamaría, bien diferente al durísimo ministro que junto a Cristiani nos reunió un veintitantos de mayo de 1993 en Casa Presidencial. Cuando parecía que el proceso había sido un éxito, incluso el secretario general de la ONU había informado al Consejo de Seguridad sobre el cumplimiento de los acuerdos, en el barrio de Santa Rosa en Managua explotó casualmente un polvorín con armas, explosivos y pasaportes procedentes de uno de los grupos que conformaban el FMLN: 101 misiles Red Eye de fabricación USA, 300 pasaportes de diferentes países, cientos de kilos de munición y explosivos. «Han puesto ustedes en entredicho mi propia honorabilidad», denunció Butros Ghali. Santamaría fue bastante mas duro con nosotros aquel día, aun sabiendo que no teníamos mandato en Nicaragua, aun sabiendo que éramos sólo verificadores de lo que las «partes» declaraban. Santa Rosa y los «buzones» o zulos que emergieron después representaron el 20% del total del armamento entregado por el FMLN.

Pero tuvo otras consecuencias. El taller de coches de Santa Rosa pertenecía a ETA y utilizaba un sistema de seguridad característico: debajo de los elevadores hidráulicos escondían sus depósitos. A consecuencia de la explosión, huyeron de Managua Eusebio Arzallus Tapia, que figuraba en Nicaragua como Miguel Antonio Larios, y José Luis Urrusolo Sistiaga. Pero fueron detenidos y deportados en pocos días a España en vuelo militar Javier María Larrategui, Sebas Echániz y Francisco Javier Azpiazu. No sé que habrá sido de ellos. Sí sé que un año después, el 29 de julio de 1994, un comando de ETA asesinaba al general Francisco Veguillas, nuestro director general de Política de Defensa, que intervino con extraordinaria eficacia en todos los temas relacionados con Centroamérica.

Siempre pensé también que el sistema hidráulico con que unos asesinos martirizaron a Ortega Lara, desde enero de 1996 durante 532 días, era similar al de Managua.

Todo bullía en mi mente.

Y aunque nada podía empañar la celebración, aunque los abrazos a Nidia Díaz y a Óscar Santamaría fuesen leales y sinceros, aunque me sintiese bien entre cancilleres, ministros y embajadores amigos, me quedaba un sentimiento de contenido dolor por el coste que pudo tener para algunos un proceso teóricamente desarrollado con éxito. No hay éxito sin esfuerzo, como no hay esfuerzo sin sacrificio.