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China

A pesar de sus espectaculares logros, su gran importancia sigue estando en el futuro. La cuestión es a dónde pretende ir y a dónde, de hecho, va. El ascenso de China es la cuestión

La Razón
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China es muy importante. Todo el mundo lo sabe. Por su meteórico crecimiento económico y por la inmensidad humana que lo impulsa y que por él es potenciada. Si todo sigue igual, en pocos años superará a los Estados Unidos en PIB, aunque en riqueza per cápita siga estando muy por detrás. Sólo aparece en los medios cuando hay marejadilla económica, con peligro de convertirse en tormenta generalizada. Pero a pesar de sus espectaculares logros, su gran importancia sigue estando en el futuro. La cuestión es a dónde pretende ir y a dónde, de hecho, va. El ascenso de China es la cuestión. «El día que China se despierte, el mundo se estremecerá». China está ya bien despierta, pero la profética frase de Napoleón sigue teniendo toda su vigencia. En Washington es la principal preocupación exterior. De ahí el «pivot to Asia», el giro hacia Asia, del primer mandato de Obama, con Hillary Clinton en Estado. Se giraba desde Oriente Medio, del que Obama quería despegarse. El hirviente caldero de problemas medio orientales no le ha dejado, ni tampoco su administración ha puesto los recursos necesarios para hacer realidad el giro.

Estados Unidos aspira a ejercer una influencia positiva en el ascenso de China, en plena marcha, de manera que con su ayuda contribuya a orientarla de forma que sea justa y satisfactoria para ese gran pueblo, no perjudique los intereses americanos y no resulte perturbador para sus vecinos y el resto del mundo. No está siendo fácil y cada vez lo parece menos. La historia comparada nos dice que cuando una potencia ascendente irrumpe en un determinado orden internacional, buscando la relevante posición a la que se considera merecedora, pretendiendo trastocar el equilibrio existente y desafiando al hegemón, si lo hay, para desbancarlo de su puesto, el desenlace más frecuente de esa situación suele ser la guerra. Guerra mayor, entre grandes potencias. Ésa es la grave preocupación. El estremecimiento que anunciaba el gran corso. Lo que urge evitar.

China va demasiado deprisa y presiona de manera inquietante. Su visión de las cosas es la inversa. No agradece la ayuda americana, que considera interesada y con elevado precio final. El puesto al sol que se le ofrece en el orden internacional y que Washington espera que convierta a Pekín en un «accionista» activo y responsable de aquél, los dirigente chinos y la mayor parte de los analistas lo ven como una colaboración gratuita para sacarle candentes castañas del fuego, sin verdaderas compensaciones, sino más bien a cambio de aceptar sumisamente un orden de creación y gestión americana. Detrás de esa actitud hay profundos resentimientos históricos. China se ha considerado siempre el «imperio del centro». Del centro del mundo. Históricamente ha sentido muy poco interés por el resto de la humanidad. En todos sus periodos de esplendor ha utilizado su superior poder para exigir a sus vecinos una actitud, como poco, de manifiesta pleitesía. El mundo exterior le demostró cruelmente en el siglo XIX lo atrasada que China se había quedado y la debilidad que eso suponía. Las humillaciones a las que China fue sometida por parte de europeos, rusos y japoneses pesan todavía en la psique china.

El actual renacimiento del milenario país presenta la tentación de un desquite, en el que el instrumento central no es precisamente el «poder suave» de la influencia cultural, el atractivo de su civilización, sus ideas, sus creaciones artísticas, sino el pétreo del poder militar. A lo largo de las tres últimas décadas de vertiginoso desarrollo, el crecimiento de año en año de los presupuestos militares siempre ha ido por delante del PIB, situación que se mantiene. Y eso sin contar con que según los cálculos americanos la contabilidad del gasto militar del gran país está muy infravalorada.

La más palmaria plasmación de las ambiciones chinas consiste en sus desaforadas pretensiones respecto a sus mares adyacentes, el mar de la China Oriental, donde mantiene un litigio con Japón, y el de la China Meridional, en el que se contrapone a todos los ribereños, Filipinas, Vietnam y Malasia. Se trata de aguas por las que circula más de la tercera parte de todo el comercio marítimo mundial, aguas internacionales que contra toda evidencia y la opinión del resto del mundo Pekín considera territoriales, con todo el cúmulo del derechos que eso le atribuye, en cuanto a control material y explotación de riquezas. Reclama la plena soberanía sobre cuanta isla deshabitada, atolón, arrecife, bajío o roca que emerja en la bajamar, accidentes geográficos que China está transformando a toda prisa en bases militares, procediendo a rellenarlos, construyendo una «gran muralla» de arena. Más allá de los ribereños, la gran implicación estratégica es que China pretende expulsar a los Estados Unidos del Pacífico occidental. Filipinas acaba de ganar una demanda contra China ante el Tribunal Arbitral Permanente, que entiende en derecho del mar, por un tema muy concreto. La respuesta en Pekín del ministro de Defensa ha sido pedir a la nación que se prepare para una guerra «popular» –¡cómo no!– en el mar.