María José Navarro
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Por decisiones que se toman desde que naces, a los seis años ya era socia de la Peña del Atlético de Madrid en Albacete. La presidía una mujer y nos llevaba a los infantiles y a los señores con bigotón más derechos que una vela. Todos los fines de semana, todos los santos fines de semana, en vez de quedarme jugando en la calle (entonces aún se podía) mi padre me metía en un autobús y me llevaba a ver por aquellos campos de Dios al equipo de las rayas. Supongo que todo aquello no hubiera pasado si mi madre hubiera dado a luz además a un hermano, pero mi padre me cortó el pelo y encontró al socio pequeño que andaba buscando. Si ganábamos, la vuelta de la Peña era una fiesta. Si palmábamos, había que dormirse o la presidenta se pillaba un cabreo como una mona. Un día, en el Luis Casanova, el equipo de las rayas remontó un marcador en contra y lloré de alegría. Cuando eres pequeño no lloras nunca de felicidad, de tal forma que me pareció rarísimo aquello que me pasaba por contemplar un juego que no entendía aún. Otro, me vistieron de manchega y me plantaron en Madrid para recitar unos ripios horrorosos a Gárate, que se despedía. La foto de aquel homenaje y de aquella niña en refajo hablando como un loro también me provoca dos lagrimones como dos kiwis, porque él, José Eulogio, me mira y sonríe con la sonrisa más limpia del globo, con la misma sonrisa limpia que ahora sigue luciendo el ingeniero del gol. De ahí nació el veneno, ese que sólo te permite admirar a los que suben al Everest sin oxígeno. Felicidades, Atleti.
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