Historia

Joaquín Marco

Con alegría musical

La Razón
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Manuel Vázquez Montalbán construyó un libro sobre la existencia de varias Barcelonas que convivían en un mismo espacio geográfico. Más evidente resulta aún la diversidad catalana, no sólo geográfica, de naturales bellezas muy diversas, sino también de mentalidades. Permitiría hablar de las Cataluñas: urbana y rural, la que se sitúa en el entorno pirenaico, la interior, –de la que Jacint Verdaguer fue recuperando el idioma oral–, la que se tuesta al sol mediterráneo, la que cultiva huertos y la de secano, la del Ebro y su Delta y la heredera de la capital Tarraco y tantas más. Este país como tantos construido gracias a una suma de identidades, en parte asomado al Mediterráneo, que asimiló desde iberos a helenos, desde árabes a franceses, que posee lengua propia (cuyo cultivo literario abandonó durante más de dos siglos) y una suma de contradicciones trata de reinventarse. Cataluña es diversa como su capital, Barcelona. Se dijo que donde sopla la «tramuntana», viento del norte, los habitantes tienden a la «rauxa», en tanto que más al sur se entiende que resultan más partidarios del «seny»: cuestión de vientos. El Muy Honorable Sr. Puigdemont llega de las tierras del Norte. Pero no puede responsabilizársele únicamente a él, ni siquiera a su grupo político –como prefiera denominarse– de un camino trazado, meditado y astuto que ha conducido al conjunto de los catalanes a dividirse casi en dos mitades. Una de ellas vive su circunstancia histórica en el miedo, la angustia y hasta las lágrimas; en tanto que la otra mitad, más o menos independentista, se sumió en la utopía y el éxtasis. El suspense político convirtió hace unos días la entrada del Parlament de Cataluña en un gran plató televisivo, aislado por el cierre del parque de la Ciudadela, donde se encuentra el edificio parlamentario, en el que se instalaron mil periodistas de diversos pelajes y países. La decisión que tomó el President se llevó con un meditado suspense. Pasó de convertirse en un asunto catalán, español y hasta europeo, tras la huida de las grandes empresas hacia entornos más propicios, en una surrealista noticia mundial.

Se había recuperado la frase feliz del general Espartero que aseguraba que Barcelona debía bombardearse cada cincuenta años. De ahí, el castillo de Montjuic, en el que sus cañones apuntaban hacia la ciudad. Aquel oasis pujolista fue siempre espejismo histórico. La Cataluña compleja, hoy aturdida, se convirtió en problema para España e incluso para la Unión Europea. Josep Borrell, con toda intención, ante las banderas catalanas ortodoxas y las esteladas independentistas, mostró la de la Unión Europea y proclamó: ésta es nuestra estelada. Pero la consigna más feliz sería la de no levantar más fronteras. Los conflictos de Europa han sido siempre fronterizos y abanderados. La desaparición de la antigua URSS o de cuantos integraban la ex-Yugoeslavia fue un despliegue de banderas de todo signo, buena parte de ellas amparadas por Alemania. Supuso la recuperación de rancios nacionalismos románticos y parte de aquellas sociedades forjadas por el comunismo-nacionalista se han transformado en adalides de la extrema derecha. El nacionalismo catalán procede también de sentimientos colectivos que añoran siglos pasados, que no mejores. De nada sirve combatirlo con legalismos no compartidos o con violencias de otro signo. Quienes defienden el diálogo deben ser muy conscientes de las dificultades. Pero las consecuencias de un proceso, al que el estado español decidió prestar escasa atención, condujeron a la tristeza, a la rabia, a la ofuscación y hasta a las lágrimas a una parte de la sociedad catalana y española.

Estrangular económicamente esta autonomía respondona, que pretende –y no es la primera vez– convertirse en república y hasta lo consigue por escasos segundos no parece un mecanismo eficaz. Quienes van a pagar los platos rotos no serán las grandes corporaciones y bancos, sino los trabajadores, los parados y las pequeñas o medianas empresas. Ante una situación íntimamente tan perturbadora convendría alzar un canto de alegría, algún tipo de esperanza. Beethoven, quien dio paso al romanticismo musical, compuso su última sinfonía, la novena, opus 125, en los últimos años de su vida, antes de entrar en su decadencia vital, a petición, en 1817, de la Sociedad Filarmónica de Londres. La inició al año siguiente y la finalizó en 1824. Quería estrenarla en Berlín, pero tuvo que ser en Viena el 7 de mayo de 1824 cuando estaba ya sordo y siguió el concierto mediante una partitura. Fue una sinfonía coral, inspirada en parte, en el poema de su amigo Shiller (1786, versión definitiva de 1808) «Oda a la alegría». Es un canto a la esperanza, inspirada en los planteamientos políticos de la Revolución francesa, que Beethoven entendió que su ídolo, Napoleón, había traicionado y le retiró la dedicatoria de otra sinfonía. El coro, convertido en himno de la República Democrática Alemana (1956-1968), pasó, en la versión de Von Karajan a la Unión Europea en 1972. El símbolo que mostró José Borrell como alternativa nace de este espíritu, el de la necesaria alegría que une pueblos y destruye fronteras. Nuestro romanticismo debe corregirse con un racionalismo tal vez menos atractivo, aunque más eficaz. Convendría no avanzar más por el sendero del abismo. Conviene corregir tanta emocionalidad, generalizar el seny catalán, tan propio y, a menudo, eficaz. Es oportuno dejar transcurrir cierto tiempo, alcanzar la serenidad y, de vez en cuando, escuchar ese reconfortante «Himno a la alegría», contrapunto del generalizado estado de ánimo en tanto se avanza hacia el peligroso 155.