Luis Alejandre
Crítica y elogio de Europa
En circunstancias que en muchos aspectos me recuerdan las de ahora, José Ortega y Gasset pronunció en el Berlín de 1949 una conferencia con el título «De Europa meditatio quaedam» (Meditación de Europa) en la que por una parte animaba a los alemanes a la reconstrucción de sus ciudades y de sus vidas – «viven ustedes alojados como dentro de los costillares de una gigantesca carroña»– y por otra parte reiteraba su idea de que Europa era una colectividad, mucho antes incluso de que se formase la actual Unión: «los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad; hay costumbres europeas; usos europeos; moral europea; poder público europeo».
Pasados casi setenta años de aquella conferencia, la «gigantesca carroña» de ciudades arrasadas no está en Hamburgo o en Bremen sino en Homs y en Alepo. Y aquellas masas desesperadas que venían del Este huyendo de la tiranía soviética, llegan ahora del sur, de otro tipo de tiranías. Y aquella Europa destruida de los años cuarenta y cincuenta fue capaz de levantarse, al tiempo que absorbía el flujo de migraciones, pero también capaz de defenderse ante la permanente amenaza del llamado «bloque del Este». Yo diría que esta misma amenaza la hizo fuerte y con la trágica experiencia de las dos Guerras Mundiales, encontró motivos más que suficientes para edificar el actual edificio de la Unión.
Pero desaparecido el telón de acero tras la caída del Muro de Berlín, Europa descuidó sus murallas, como un día lo hiciera la floreciente Atenas. Y sucesivas generaciones se educaron entre un confiado buenismo y un generalizado «no a la guerra», como si las manifestaciones y pancartas al uso consiguiesen evitar un mal que desgraciadamente es innato al ser humano. Recientemente la Alcaldesa de Barcelona nos ha recordado este escenario.
Y llegaron las «primaveras árabes» tan bien vistas por determinados círculos políticos e intelectuales europeos. Parecía que unas sociedades atajaban recorridos históricos –que a los europeos nos costaron siglos y millones de víctimas– y se plantaban en el siglo XXI como naciones libres y democráticas. Ya vemos las consecuencias. Y no es Siria el único fracaso.
Su «primavera» arrancó en marzo de 2011. Ya conocen la espiral: en enero de 2012 aparecía Al Nusra, el principal grupo armado opositor al Gobierno de Damasco; en abril de 2013, aprovechando el río revuelto, entraba en escena el Dáesh con su llamada a la guerra santa y la consiguiente formación de sus particulares «brigadas internacionales». Resultado: 250.000 muertos, 5 millones de refugiados y desplazados; grave inestabilidad en la región; enormes daños colaterales en Jordania, Líbano, Turquía y Grecia; escisión en el mundo árabe; flujos incontrolados de emigrantes a Europa, obligada ahora a poner frenos de contención.
Ésta es una Europa. La que alimentó estas «primaveras». La que no fue capaz de frenar una guerra simplemente porque no tiene fuerza para imponer la paz, siempre agazapada tras el paraguas de los EE UU y sus más fieles aliados; siempre impotente para contrarrestar las iniciativas de Rusia que, con un fuerte liderazgo en el Kremlin, busca no sólo reivindicar su papel de gran potencia, sino debilitar mediante la desunión a la OTAN y –añadiría– a la propia Unión Europea.
Siempre recuerdo aquella máxima irlandesa: «cuando se tiene un buen martillo, normalmente los problemas se resuelven a martillazos; cuando no se tiene martillo no se quiere reconocer ningún problema que parezca un clavo». Europa no tiene –porque su sociedad no lo quiere- un martillo defensivo, por esto le cuesta reconocer estas guerras –llámense asimétricas o líquidas– y actuar en consecuencia.
También es la Europa que vive y reacciona ante las sorpresas: sorprendió la petición turca en la última Cumbre; ahora ha sorprendido la retirada de las tropas rusas de territorio sirio. ¿Cual será la sorpresa que nos deparará la Cumbre que comienza hoy en Bruselas?
Dejo para el final un mensaje que pretendo sea ponderado y positivo.
Es cierto –asumo que puedo equivocarme– lo que he apuntado antes. Pero también es cierto que Europa ha hecho un enorme esfuerzo humanitario. Le reprochamos los 3.000 millones de euros que estaba dispuesta a conceder a Turquía a cambio de devoluciones . Pero por lo menos asegurábamos la subsistencia de miles de personas. Y esto no lo han hecho ni Rusia ni países «hermanos» árabes. A cada uno lo suyo. Y a esta Europa oficial se ha unido lo que Ortega llamaba la «colectividad europea» generosa en donaciones, dispuesta a socorrer y a recibir; a exigir a sus gobiernos amparo humanitario para estas gentes que huyen de una guerra de la que no somos totalmente responsables.
No nos autodestruyamos. Pensemos que aun con errores, los dirigentes europeos son personas formadas y sensibles, mejores moralmente que otros actores. Sabrán encontrar en esta séptima Cumbre dedicada a Siria –¿quién ha dedicado semejante esfuerzo?–, soluciones posibles, aunque no sean para todos, las deseables.
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