M. Hernández Sánchez-Barba

Dios, Occidente, Islam y tolerancia

Es evidente que el islamismo ha declarado a Occidente la guerra santa, la yihad. Desde el 622, la cristiandad está acostumbrada a ser su objetivo y España más que ningún otro territorio, tras ocho siglos de lucha incansable para lograr la Reconquista

La Razón
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El presidente de Francia tenía razón cuando sentenció rotundo, tras los últimos atentados de París (13 de noviembre de 2015): «Estamos en guerra». No hace falta recordar todos los ataques sufridos el año que termina. Es evidente que el islamismo ha declarado a Occidente la guerra santa, la yihad. Desde el 622, la cristiandad está acostumbrada a ser su objetivo y España más que ningún otro territorio, tras ocho siglos de lucha incansable para lograr la Reconquista. Como apuntó Winston Churchill a finales del XIX: «No existe en el mundo una fuerza retrógrada más fuerte que el Islam». Algunos todavía no lo han entendido.

A lo largo de los últimos años, millones de musulmanes han llegado a los países occidentales para trabajar. Aquí se han establecido y formado sus familias. Algunos están arraigados. Muchos no se han integrado. Pero todos han encontrado sociedades democráticas, desconocidas para ellos, fundamentadas en la libertad, en el imperio de la Ley y el respeto a los derechos humanos. Sociedades que han llegado a tolerar su modus vivendi hasta el extremo de permitirles comportamientos contrarios a nuestras leyes como el trato de inferioridad que dan a la mujer. En Occidente, la tolerancia ha alcanzado el rango de valor supremo y tan es así que una parte de la ciudadanía y algunos partidos políticos están dispuestos a poner en entredicho nuestros principios, fundamentados en la moral judeo-cristiana. Hemos creído que democracia es tolerancia sin límites y sus valedores han creado incluso el concepto del multiculturalismo para sobre él fundamentar nuevas sociedades en las que, según ellos, quepamos todos. Incluso al precio de renunciar a nuestros valores pluriseculares.

Los multiculturalistas, sin embargo, han pasado por alto, o no han querido ver, la verdadera naturaleza del Islam. Porque en realidad, los seguidores del profeta han interpretado nuestra tolerancia como debilidad, dejación. Ello les empuja a imponerse, a reclamar la aplicación de la ley islámica, como su exigencia de retirar el crucifijo de las aulas de nuestras escuelas cuando asisten alumnos musulmanes. Y es que el Islam no es una religión cualquiera, es la ley civil, es un modo integral y totalizante de vida sustentado sobre unos principios medievales y no evolucionados. Pero sobre todo es expansionista y supremacista. Si bien es cierto que la mayoría de los musulmanes no es violenta, el Corán tiene la capacidad de convertir en agresivos y fanáticos a sus seguidores con suma facilidad para, a través de la guerra santa, instaurar su supremacía.

Por nuestra parte, al tiempo que hemos dejado avanzar a la tolerancia hasta un grado máximo, hemos renunciado a Dios. Y ahora, ante tanto ataque terrorista, estamos más desvalidos que nunca. Occidente tiene que ser consciente de un tipo de enemigo así si quiere combatirlo con eficacia. Debemos asumir que frente a nosotros tenemos un poderoso ejército de fanáticos que pretende, sobre una base religiosa, conquistar nuestro mundo e imponer sus costumbres medievales en nombre de Alá. Y debemos ser conscientes de que nos pueden derrotar apoyados en el fanatismo de creer que su dios es el verdadero e indiscutible. Mientras no lo seamos estaremos poniendo en entredicho nuestro futuro como sociedad y como civilización. No se trata simplemente de una acción policial contra los terroristas; es algo más profundo y sobre todo algo en lo que debe implicarse el conjunto de Occidente.

El islam llega a nuestra Europa sustentado en la fuerza de Dios, pero un dios violento e intolerante, inclemente, que busca la sumisión. El Dios del islam no tiene nada que ver con el Dios misericordioso e infinitamente compasivo de la Cristiandad. Pero los islamistas, al grito de «Allahu Akbar» (Dios es grande), han desembarcado en una Europa continental que ha prescindido de Dios, inmolado en el sacrosanto altar del laicismo. La política de nuestra Europa cristiana ha renunciado con ello a la fuerza divina que nos sustenta como sociedad en tanto seguidores del mensaje del amor cristiano, nuestro rasgo más diferenciador. Y de nuevo, el Islam lo ha interpretado como debilidad. No es tarde. De hecho, ya hay sociedades que, como la británica, están dando un giro copernicano a sus antiguas políticas multiculturalistas. No hace mucho escuchamos al primer ministro David Cameron declarar: «Somos un país cristiano y no debemos de tener miedo a decirlo. La Biblia ha contribuido a dar a este país una serie de valores y una moral que hacen que el Reino Unido sea lo que es hoy». Todavía podemos proclamar «In God we trust» como Estados Unidos ha mantenido con valentía hasta hoy.

El escritor francés Chateaubriand advirtió a mediados del siglo XIX: «Todos los gérmenes de la destrucción social están en la religión de Mahoma». No lo olvidemos. La revolución es hoy imponer nuestros valores: los principios de la civilización judeo-cristiana.