Presupuesto del Estado

Dulce amenaza

La Razón
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Las recientes manifestaciones del diputado autonómico Lluís Llach merecen comentarse. «Muchos de ellos sufrirán» ha sido, entre otras, la advertencia que ha dirigido a los funcionarios catalanes que cumplan la legalidad del Estado y no acaten las leyes secesionistas. Aunque no me gusta ver la política con los anteojos del Código Penal, gente como los corruptos o Llach se empeñan en hacerlo inevitable. Esas manifestaciones dan varias clases de Derecho Penal pero ahora sólo reparo en su tono amenazante porque el Código castiga a quien amenace a un colectivo profesional para atemorizarlo con un mal que sea o no constitutivo de delito, una descripción muy ajustada a esas palabras. En fin, lo planteo por si los fiscales o los sindicatos de funcionarios estiman considerarlas.

Son palabras muy graves y una muestra más de cómo se entiende desde el secesionismo el funcionamiento de las instituciones. Una gravedad que se acentúa porque no son invención ni proceden del calentón de alguien que, intuyo, ignora cómo funcionan o deben funcionar las administraciones o qué debe esperarse de los empleados públicos; lo grave es que es el sentir –no el pensar, capacidad que no ha sido invitada a la fiesta secesionista– de las autoridades catalanas.

Veamos, la Constitución regula el papel de las administraciones, tanto de la estatal, autonómica como local, y les asigna una finalidad clara que es la que les da sentido: servir con objetividad a los intereses generales. Lo mismo dice el Estatuto catalán. La idea de servicio y, sobre todo, la de objetividad, es su seña de identidad y les diferencia de los gobiernos, porque una cosa es el gobierno y otra la Administración, por eso se habla de la eficacia independiente de la Administración, de su neutralidad política, de su indiferencia política, de ahí que los empleados públicos sean inamovibles y deban ser seleccionados con criterios de mérito y capacidad.

Estas ideas básicas son las que dan sustancia y sentido a las modernas administraciones. No se trata ahora de abundar sobre esto, pero en esa denostada legalidad «española» –mejor dicho, estatal– es norma básica, es decir, común para todas las administraciones, lo que se llama el código de conducta de los empleados públicos. Es todo un catálogo de exigencias que van llenando esos grandes principios constitucionales: forman parte de una organización que sirve a los intereses generales, el político pasa, la Administración permanece y eso es lo que hace que por muchas que sean las convulsiones políticas, los servicios se sigan prestando. En definitiva, es lo que permite decir que el «país funciona», lo que se ha visto, por ejemplo, cuando hemos estado todo un año con un gobierno en funciones.

Frente a ese sistema la historia nos muestra otras alternativas poco aconsejables, unas superadas y otras que aún perviven en los totalitarismos. En cuanto a las primeras cabe citar las tributarias del «spoils system» norteamericano, o sistema de botín, especialmente representadas por el presidente Jackson en 1828. Era llegar una nueva presidencia y contemplar la siega de cargos funcionariales nombrados por la anterior; un primitivismo administrativo que aquí podrían ser las castizas cesantías.

La otra alternativa está asociada ya a los totalitarismos, da lo mismo que sea un totalitarismo nazi, fascista o comunista, los tres forman la compañía estable de horrores contemporáneos, a los que hay que añadir otro más, solo o en compañía de los anteriores: el totalitarismo nacionalista. Así juntos forman los cuatro jinetes del apocalipsis político moderno. No sé a cuál de esos totalitarismos se adscribe el diputado Llach y sus afines, pero en el fondo da lo mismo e insisto: son todos iguales y acaban actuando de la misma manera.

Si sorprenden a estas alturas esos planteamientos, aún más que los catalanes los contemplen silentemente. No sé si son conscientes de lo que está en juego, que están alimentando una administración de partido, formada por funcionarios-sicarios, un monstruo que les devorará, eso sí, tras chuparles la sangre. Pero con los secesionistas ocurre como con los partidos populistas, lo grave no son las insensateces de sus líderes, lo realmente grave es que miles de ciudadanos las asuman y les vendan su dignidad y libertad.