Francisco Nieva

El desatino cotidiano

Llegados a este punto, no me quiero meter en laberintos analíticos sobre el genio y suscitar el tedio del lector, sino su inteligente diversión periodística y volátil, como es de rigor. Así pues, me detengo. Y que aproveche

La Razón
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Mi compañero y ayudante de dirección, que es un excelente pintor, me dice: –«De tantas personas importantes que conozco, tú eres el único que ha conocido a Kandinsky».

–«Ventajas de ser un nonagenario. He conocido a más gente importante, que un mendigo a las puertas de Covent Garden».

–«Eso te honra, te sitúa en tu tiempo. Pero escribes muy complicado. Te metes en unos análisis laberínticos y metafísicos. Deberías contar las muchas cosas que han podido hacerte reír en tu larga vida. ¿No recuerdas algunas?».

No tienen la menor importancia. Son como virutas de la realidad. Nonadas, deliquios, desatinos... Por ejemplo, aquella señorita de mi pueblo que, al morir sus padres, se quedó sin nada para sobrevivir, ni siquiera su casa desahuciada.

–«Estoy arruinada. ¿Qué puedo hacer ahora, pondré una carbonería o me meteré a puta?».

Tiene gracia que asociase el establecimiento de un negocio tan honrado como el del carbón con el ejercicio de la prostitución, señal de que veía muy negro su destino.

Una bisabuela mía le dijo a su hija: –«Recomponte un poco, porque nos vamos de visita».

–«¿Y qué hago, madre, me lavo las manos o me pongo los guantes?».

Un sujeto muy basto, que pasea a su perro por la plaza de Santa Ana, le dijo a mi ayudante, que pasea al nuestro:

–«Esta mañana me he torcido un pie y a estas horas de la tarde me está doliendo un huevo». Por decir que le dolía muchísimo. No hay cosa más onerosa y deprimente que un fuerte dolor testicular.

De pequeña, jugando, mi madre tropezó y cayó al suelo, lo cual hizo reír a sus buenas tías. Y entonces, la chica dijo coléricamente: «¡A que no me levanto!».

Una criada muy cerril de mi abuela, doña Sacramento Caravantes, le dio parte a una compañera de trabajo, que había recibido por carta la declaración de un tal Atilano, instándola a contestarle aquella misma noche por la ventana.

–«Pero, ¿tú le quieres?».

–«Pues sí que le quiero, porque es muy descarao».

–«Dile muy finamente que lo acetas».

–«¿Que lo aceto? Se lo diré».

Llegado el momento, el Atilano le preguntó:

–«¿Qué dices de lo nuestro?».

–«¡Pos, ea! ca ceto».

–«¿Caceto yo? Pos caceta tú y toa tu condená familia».

Se envolvió en la capa y se tiró un solemne cuesco.

–«Se despidió tirándose un pedo el muy animal».

–«¿No dices que le quieres porque es muy descarao? Pues tenéis que arreglaros y poner en claro que por nada en el mundo has querido ofenderle», aconsejó doña Sacramento.

Tardaron meses en deshacer aquel malentendido.

Después de ver un brillante número de circo, un tipo de mi pueblo exclamó ante mi padre:

–«Estoy asombrao, no salgo de mi apoteosis».

El secreto de la comicidad reside casi siempre en un fallo humano: la caída de mi madre, el insulto involuntario de la cerril criada de mi abuela... Un secreto de los buenos payasos y de algunos insignes ingenios, como mi siempre admirado Arniches, que goza del privilegio de inventarlos, al igual que el maravilloso Aristófanes y finalmente el estupendo Charlot. Existe una corta película de Chaplin en la que se inventa una máquina para hacer reír, como Leonardo para volar. El ascensor de una obra en construcción, que se presta a insospechadas ocurrencias cómicas. Otro tanto sucede con mi maestro Eugene Ionesco. El descubridor de que la vida es un perpetuo acto del absurdo. Todo lo que arriba he contado es verdad. Nada tan extraordinario como saber inventarse la verdad. Esta capacidad algo tiene de divino y, a la vez, infernal. Todos lo genios comparten esa dualidad.

Llegados a este punto, no me quiero meter en laberintos analíticos sobre el genio y suscitar el tedio del lector, sino su inteligente diversión periodística y volátil, como es de rigor. Así pues, me detengo. Y que aproveche.