Bogotá

El terremoto de Uribe

La Razón
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La primera vez que coincidí con Álvaro Uribe fue durante la toma de posesión del presidente chileno Sebastián Piñera en Valparaíso. En plena ceremonia de traspaso de poderes nos sorprendieron varias réplicas de un terremoto de 7,2 grados en la escala Ritcher que hicieron zarandearse a la mole de mármol del parlamento y que forzaron el desalojo de las inmediaciones del congreso porteño por riesgo de tsunami. Sin embargo, pude ver que Uribe ni se inmutó. Quizá porque ha sobrevivido a media docena de atentados, alguno cruelmente indiscriminado, como el burro bomba de Barranquilla. Quizá porque sufrió muy joven el vil asesinato de su padre, que fue acribillado por unos guerrilleros en su propia casa. O simplemente porque su trayectoria política como alcalde de Medellín, gobernador de Antioquia y presidente de Colombia ha sido más intensa y peligrosa que un seísmo. Unos años después tuve la suerte de colaborar con él en la Universidad Johns Hopkins de Washington y le pude conocer más de cerca, tanto personalmente como a través de sus charlas en países como Argentina, Brasil o República Dominicana. Desde entonces, nos vemos siempre que viene a España y, en su última visita de esta semana, tuvo la deferencia de elegirme para presentar su conferencia en Madrid. Su intervención coincidió con una etapa transcendental para Colombia, pocos días después del atentado en Bogotá y los secuestros en Catatumbo, que están afectando a la negociación del gobierno de Santos con las FARC y el ELN, y condicionando el ambiente ya casi electoral para las presidenciales del próximo año. El Gobierno de España mantiene un prudente respeto en relación con las decisiones del Ejecutivo colombiano, como viene siendo habitual en las relaciones bilaterales entre ambos países, y el PP conserva una buena interlocución con las distintas fuerzas políticas del centro derecha y sus representantes. Todo ello es compatible con la sincera admiración que profeso al presidente Uribe, como uno de los más relevantes estadistas de las últimas décadas. Decía García Márquez que Macondo no era un lugar sino un estado de ánimo. Del mismo modo, creo que la Colombia de Álvaro Uribe ya no es sólo un país, sino un símbolo de coraje y principios inquebrantables frente al terrorismo y al populismo. Pocos mandatarios han conseguido transformar la historia de sus países y la vida cotidiana de millones de compatriotas en tan poco tiempo. Su ya célebre programa de «mano firme y corazón grande» permitió a los colombianos recuperar su seguridad, su libertad y su prosperidad. Les regaló la capacidad de vivir sin un permanente temor a morir en la explosión de un coche bomba o a ser secuestrado en una carretera de camino a su casa. Durante su gobierno, impulsó su política de «seguridad democrática» que consiguió reducir cada año a la mitad los asesinatos (de 30.000 a 15.000) y los secuestros a la décima parte (de 2.000 a 200). Además libró una lucha sin cuartel contra el narcotráfico reduciendo los cultivos de coca de 170.000 hectáreas a 42.000 y rebajando los atentados a la tercera parte y los asaltos a poblaciones civiles a la sexta parte.

La consecuencia de esta política es que Colombia pasó de considerarse casi un estado fallido, con buena parte del territorio dominado por las guerrillas terroristas, a ser un país revelación en el contexto internacional, abierto al mundo, al libre mercado y a la globalización. Las inversiones se triplicaron, la economía creció un 6% y el desempleo cayó hasta el 11%. Mientras avanzaba en la conquista de la seguridad y la libertad, se dedicó a reforzar a las clases medias y a la iniciativa privada para impulsar la cohesión social y la erradicación de la pobreza. Toda una revolución social en positivo que dejó un país mucho mejor de cómo lo encontró, y que es un ejemplo de que las naciones triunfan cuando se cimientan en instituciones democráticas fuertes y en líderes con convicciones morales profundas.

Cuando sus países vecinos regresaban al pasado del proyecto bolivariano, el presidente Uribe sentaba las bases de la Colombia del futuro. No sucumbió, como José Arcadio Buendía, a «la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación». Todo lo contrario, fue el dique de contención frente al populismo castro-chavista que derivó en ese socialismo del s.XXI que hizo estragos en Iberoamérica, y que aún encuentra aliados en nuestro país. Los mismos partidos que asesoraron en su deriva totalitaria al eje ALBA para luego recibir financiación de los regímenes corruptos y opresores que ayudaron a construir.

Álvaro Uribe es un gran amigo de España que nunca toleró las oleadas de nacionalismo antiespañol, ni cavó para buscar supuestos agravios históricos, sino que levantó alianzas comunes de futuro. Siempre defendió la seguridad jurídica de nuestras empresas en Colombia, convencido de los beneficios mutuos de esa confianza y colaboración bilateral. En todo momento ha visto a España como la puerta de acceso a Europa, como un aliado imprescindible de futuro, mientras otros se alineaban con Cuba y Venezuela. Con José María Aznar combatió desde el gobierno las conexiones del terrorismo etarra con las FARC. Y con Mariano Rajoy apoyó desde la oposición los esfuerzos de España en la Unión Europea para la supresión de visados Schengen a los colombianos, todo un éxito de la diplomacia española en favor de nuestras naciones hermanas del otro lado del atlántico. En Ulrica, uno de sus cuentos favoritos que incluso reservó para su lápida como epitafio, Borges sentenció que «ser colombiano es un acto de fe». Y en el caso de Álvaro Uribe no puedo estar más de acuerdo. Por su fe en la libertad con seguridad. Su fe en la Justicia, sin atajos ni rodeos. Su fe en la patria a la que ha consagrado su vida. Su fe en su familia, que puede estar muy orgullosa de tener un padre valiente y honesto, que ya forma parte imprescindible de la historia contemporánea. En vez de hacer series del narco Escobar, deberían hacerlas del estadista Uribe, porque su vida es una referencia imprescindible, de la que aún quedan muchos capítulos por escribir. Pero sin atentados ni secuestros... Ni terremotos.