Estados Unidos
En Bengasi, la venganza es un plato que se sirve bien frío
En Bengasi, la ciudad rebelde de Libia por antonomasia, alguien está cumpliendo una de esas venganzas aplazadas, las que se sirven en plato frío, con una efectividad pasmosa. Las víctimas son antiguos oficiales del Ejército y de la Policía de Gadafi que se pasaron a la rebelión. Los métodos no siguen un patrón común: lo mismo te ametrallan a la salida de la mezquita, que te colocan una bomba lapa en los bajos del coche. Hay casos refinados: al jefe de las fuerzas especiales del nuevo Ejército libio le dejaron a la puerta de su casa un saco de plástico ensangrentado. Dentro, la cabeza de su padre, secuestrado tres meses atrás. Hasta ahora, estos crímenes entraban en el saco revuelto de la post revolución. Los sospechosos habituales eran las milicias integristas de Ansar al Sharia, empeñadas en fundar un emirato islámico en la Cirenaica, pero, también, los grupos yihadistas que pretenden la segregación de la provincia oriental de la odiada Tripolitania. Incluso se acusó a la vieja mafia local, la que se lucraba con el tráfico de inmigrantes, perseguida a sangre y fuego cuando el dictador firmó la acuerdos de protección de fronteras con la Unión Europea.
Tampoco, todo hay que decirlo, se le prestaba mucha atención al fenómeno. En medio del desorden, de las luchas internas por hacerse con las rentas del petróleo, la privatización del fisco, la constante guerra santa de Al Qaeda contra los Estados Unidos y los ajustes de cuentas cruzados entre las tribus del desierto, unas decenas de asesinatos más o menos no es que llamaran mucho la atención. Además, los representantes de las autoridades locales tienen suficiente con llegar vivos al siguiente día. Pero el asunto se está desbordando. Son ya, a ojo de buen cubero, unos trescientos oficiales y policías los asesinados tan metódicamente. Los rumores del bazar, que es la fuente de información más fiable, esparcen dos teorías. La primera, culpa a los antiguos partidarios de Gadafi, organizados en sociedades secretas, que estarían vengándose de sus antiguos compañeros por la traición cometida. Porque, afirman, sin ellos la rebelión no hubiera triunfado. La segunda, acusa a algunos supervivientes de la terrible represión anti islamista de los años 90, que dejó miles de víctimas y culminó con la matanza de presos en la prisión tripolitana de Abu Salim. Se trataría de un grupo de irreductibles, en desacuerdo con los pactos de conveniencia no escritos entre el nuevo Gobierno y las milicias rebeldes. Aunque un vecino le daba una explicación simple al corresponsal de «Jeune Afrique»: los antiguos prisioneros se vengan de sus carniceros.
En lo que todos están más o menos de acuerdo es en que no se pueden cargar todos esos crímenes a los de Ansar al Sharia. Sus milicias, mucho mejor armadas, más numerosas y con abundancia de financiación saudí y qatarí, no necesitan, de hecho no lo hacen, actuar desde las sombras. Si quieren ajustarle las cuentas a alguien van a cara descubierta, lo sacan de casa y le pegan cuatro tiros en la misma puerta. Dominan buena parte de la ciudad y si se han retirado del centro urbano, tras las manifestaciones populares, es porque, de momento, no les interesa dar una batalla abierta al Gobierno titular. No. Hay una «mano negra» que actúa con la frialdad del justiciero sin alma. Pero no hay un Sherlock Holmes que lo explique.
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