Antonio Cañizares
Enseñar el arte de vivir bien
Estamos en los primeros meses del año en que se va celebrar un Sínodo de los Obispos que se ocupará ante todo de los jóvenes, gran preocupación de la Iglesia. Lo tienen muy difícil los jóvenes. Con frecuencia nos quejamos de ellos o les echamos en cara muchas cosas. Pero, DE VERDAD, son buenos, con un buen fondo, con grandes anhelos en su corazón, un corazón grande; no son, ni mucho menos, unos descerebrados; desean ser felices, quieren la paz; en el fondo buscan «algo más» que la «movida o el botellón», que no les llena –¡cómo les va a llenar!–; buscan ser queridos, no condenados, comprendidos. ¡Cómo los comprendió el Papa Juan Pablo II y Benedicto XVI y comprende y quiere Francisco, que tantas muestras de afecto real y sincero les está ofreciendo! Los comprende el Señor, que, como al joven rico, los mira con verdadero cariño, con mirada de bondad. Pero son débiles, débiles todavía por la misma edad y carecer de las bases y cimientos que deberíamos proporcionarles, por ejemplo en la familia y en la educación o en los medios de comunicación o en las redes están inmersos en una sociedad y una cultura «muy poderosa» que los domina, porque no tienen aún las suficientes fuerzas como para oponerse a esas poderosas fuerzas a menudo esclavizantes y destructivas que les amenazan, y para ser libres con la libertad que se apoya en la verdad. Tal vez tampoco se les presenta la verdad suficientemente o no de manera clara, visible y palpable, hecha vida. Necesitan guías y líderes que les orienten, en libertad, por las sendas de la verdad y les ofrezcan metas y horizontes donde pueden hallar lo que buscan, que no es, por supuesto, el inmenso mundo de sucedáneos que no puede saciarles porque son eso, sucedáneos.
Algunos hablan de anomía moral en los jóvenes, preocupan fenómenos como la violencia juvenil, el botellón, el creciente consumo de droga y de pastillas de diseño, los embarazos prematuros, los abortos en edades tempranas, el consumo de la píldora abortiva del día siguiente... ¿Con qué tiene que ver todo esto? Tiene que ver con muchas cosas. Tiene que ver con el deterioro de la familia, con la educación o no educación que han recibido, con la trivialización de la sexualidad y el pansexualismo envolvente con todos los intereses que están por medio, con la difusión de ciertas formas de vida y pensamiento que se difunden, entre otros cauces, por el ambiente, por medios de comunicación, por ciertas composiciones musicales, con muchas cosas.
Seamos claros y no vayamos con miramientos: hay algo o mucho en la sociedad y en lo que se hace con los jóvenes que no queremos o no nos atrevemos a reconocer. Los jóvenes reflejan una situación humana y moral en la que viven. La quiebra moral y de sentido, quiebra humana y de la verdad, que padece nuestra sociedad es muy grave; se confunde, se pierde el sentido de la bondad y maldad moral; todo es indiferente y vale lo mismo; casi todo está permitido; el relativismo se ha apoderado de la cultura y de las conciencias; lo que cuenta es el interés propio; se desploman los fundamentos de la verdad y de la vida, estamos asistiendo a una pérdida notable de sentido de la vida; y más aún que todo eso, o detrás de todo ello, el olvido y Eclipse de Dios con sus vastas consecuencias deshumanizadoras, que no se quieren reconocer.
Este panorama, no de modo exclusivo, pero tiene mucho que ver con la educación. Como ya dije hace algún tiempo, basta visitar las aulas, hablar con maestros y profesores, tener conversaciones con los padres, o relacionarse amistosamente con los adolescentes para percatarse de la gravedad de la situación. Los jóvenes, de una manera u otra, aunque no estén muy seguros, buscan que haya un sentido para la vida o que la vida tenga sentido. La escuela no les ofrece respuesta a esta búsqueda, que más bien la ignora u oculta detrás de un predominio en la enseñanza de la razón instrumental y calculadora. Por supuesto que ni la «movida ni el botellón» les ofrece solución a lo que buscan. No puede darla ni la dará nunca. Les ofrece un sucedáneo y una falsedad. Se piden «medidas normativas y legales», espacios donde ubicarlos, que se adopten resoluciones de orden o actividades de ocio alternativos. Todo eso podrá ser conveniente y aun necesario, pero la respuesta no está ahí.
Mientras no se den las respuestas verdaderas y adecuadas a sus búsquedas no se habrá avanzado. Es la familia, es el sistema educativo, es la sociedad, es la Iglesia, son ellos mismos. La respuesta de la Iglesia no puede ser otra, además de comprender, como he dicho de los últimos Papas, que evangelizar y educar: ofrecer la verdad del hombre que ellos andan buscando, lo que les puede hacer felices y vivir con esperanza, lo que les puede conducir a ser libres y les ayude a aprender el sentido hondo que tienen palabras como «paz, amor, justicia», lo que les llene y les arranque del vacío del nihilismo ambiental y de los sucedáneos; en definitiva, darles a conocer y entregarles a Jesucristo, que nos revela el misterio de Dios e inseparablemente la verdad del hombre. Cualquier sistema educativo, debería tener muy en cuenta esta situación; pero, no la tiene. Por supuesto que una de las grandes preocupaciones debe ser el fracaso escolar en los aspectos cognitivos para poder vivir en una «sociedad del conocimiento». No voy a restar ninguna importancia a esta loable preocupación o a este interés. Pero el fracaso más hondo está en algo más fundamental y originario: está en la educación de la persona, en la que no debería faltar la respuesta por las grandes preguntas insoslayables e irreprimibles sobre el hombre, sobre su sentido, sobre su destino, sobre la verdad última, sobre el ser personal de cada uno; sin esto no hay formación moral ni formación para la convivencia. Sin esto no hay una educación, sin esto no hay hombre, no hay persona. La persona, precisamente, para serlo plenamente, necesita aprender el arte de vivir como hombre y le corresponde al hombre. Esto es lo que demandan los jóvenes: que se les enseñe y muestre ese arte de vivir.
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