Historia

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Europeidad

Deberíamos enseñar cuidadosamente en qué consiste esa «europeidad» a niños y jóvenes, que se preparan precisamente para ser europeos, por encima de las diferencias regionales y apoyándose precisamente en ellas

La Razón
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Durante largo tiempo los europeos hemos tenido la sensación de haber alcanzado la meta duramente ganada: una conciencia de unidad como ya poseyera en sus raíces romana, helénica y germánica que el cristianismo consiguiera fundir hasta enseñarnos que el ser humano es mucho más que simple individuo, debiendo ser considerado bajo las dimensiones del «ius civilis» que garantiza en primer término la libertad, aunque entre las personas se registren profundas divisiones. Siete siglos de guerras «europeas» habían sido superadas. Ahora, sin embargo, esa seguridad parece experimentar riesgos que se presentan especialmente en tres escenarios, Inglaterra, Italia y España, en donde se aprecian enérgicos empeños para romper dicha unidad. La pregunta que nos hacemos especialmente los cristianos es precisamente ésta: ¿vamos a perder la europeidad?

Deberíamos enseñar cuidadosamente en qué consiste esa «europeidad» a niños y jóvenes que se preparan precisamente para ser europeos, por encima de las diferencias regionales y apoyándose precisamente en ellas. Europa comenzó a tener conciencia de sí misma en el siglo VIII, cuando el cristianismo, hijo del judaísmo, supo fundir en una sola tres culturas muy diferentes en sí mismas invocando a demás expresamente los orígenes romanos. No es una casualidad que el Primado se encuentre situado precisamente en Roma y que todavía hoy conserve su libre identidad ese trozo de suelo desde donde se hacen llegar mensajes al mundo entero.

El cristianismo hizo tres aportaciones que permitían consolidar y comprender los grandes logros de la cultura helénica. El Evangelio de Juan comienza con unas palabras –«in arjé estí o Logós»– que hubieran podido también emplear los estoicos o Philon de Alejandría. Pero completa la idea insertando el Logos en la esencia divina lo que permite explicar el primero de los axiomas que hoy parece que queremos olvidar. Dios ha creado al ser humano como administrador y no como dueño absoluto de la naturaleza: servirse de ella y servirla en su conservación pero no destruirla. Y ahora en ciertos sectores técnicos se está practicando exactamente lo contrario. Hemos llegado a un punto en que puede ser destruida o alterada. El progreso material es en sí mismo un bien siempre que se le considere como medio y no como fin. Aunque exageren las cosas hay que dar la razón a los ecologistas cuando señalan el peligro en que incurrimos. Es esta una verdad que el cristianismo sigue defendiendo.

El ser humano es una criatura: nace enteramente al margen de su voluntad y no escoge el momento de su muerte, si bien en este caso puede romper el orden de la naturaleza y destruirse a sí mismo. En el siglo XVIII, cuando Europa había incurrido en la primera forma de autoritarismo que se calificaba a sí mismo de «despotismo ilustrado» –fórmula empleada por Carlos III, a quien tanto aclamamos en nuestros días–, Europa introdujo la primera fisura en su identidad. Mientras que la Constitución de los Estados Unidos sigue iniciándose con las palabras de que «Dios ha hecho a todos los hombres libres e iguales», los revolucionarios franceses afirmaban que todo el orden social debe obediencia a la voluntad de los ciudadanos. Quedaba de este modo abierto el camino para someter a las instituciones políticas al poder necesario para quebrantar el orden de la naturaleza. Eutanasia u homosexualidad pasaban a ser legítimas como lo son ya en nuestro tiempo.

La segunda de las enseñanzas de aquella europeidad que fue extendiéndose por todo el ancho mundo era precisamente aquello que el populismo de variados colores está sembrando entre nosotros: el ser humano no alcanza el fin en sí mismo sino que se trasciende. Dicho de otra manera, sale con la voluntad fuera de sí mismo para relacionarse con los otros próximos especialmente con la naturaleza. Se trasciende. Se trata de un principio que aun los más radicales materialistas se ven obligados a aceptar, aunque la respuesta al mismo se revista de muy diversas maneras. Es precisamente ésta la doctrina que el postconciliarismo de los siglos XX y XXI tiene gran empeño en aclarar. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I han dedicado importantes escritos a este tema. Lástima que los políticos no pongan suficientemente sus miradas en ellos. Pues ahí está el secreto de la trascendencia, válido también para aquellos que no creen: la relación con los otros o con el mundo se encuentra gobernada por el amor. En la medida que seamos capaces de hacer esa entrega a la sociedad dirigiremos correctamente los pasos. Desde el principio también el deísmo compartió esta enseñanza llamando a la filantropía. Servir a los ciudadanos en lugar de servirse de ellos es principal misión de los políticos. Por desgracia no son muchos los que así lo cumplen.

Tercera enseñanza: la humanidad se mueve dentro de dos dimensiones, la del espacio, que es cometido de las ciencias físicas y la del tiempo, que corresponde a las históricas. En los niveles altos del saber de nuestros días se advierte el peligro de una tergiversación. La ciencia se encuentra sometida a la técnica. Las nuevas y más abundantes facultades universitarias se ciñen estrictamente a la técnica. Y la Historia, en sus diversas dimensiones, está siendo relegada a uno de los extremos rincones del saber dejándose además manipular por aquello que se califica de memoria: es decir, aquello que utilitariamente significa que es lo bueno. De este modo utilizo simplemente el pasado cambiándolo a mi gusto.