Cristianismo

Fiesta de la cruz de mayo

La Razón
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Ayer se celebró en muchas partes de España –por ejemplo, Granada–, la tradicional fiesta de la Cruz de Mayo. Verdadera fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, que, por eso, con razón, se la engalana y adorna con flores guirnaldas. ¡Qué contraste esto con la posición de algunos, que la eliminan de los sitios públicos u oficiales por considerar que el signo de esa Cruz rompe o destruye la convivencia, la libertad! ¿A dónde vamos con tanto sectarismo y falta de respeto a la verdad, a la tradición y alma de un pueblo, de una cultura?

¿Cómo se puede ni siquiera pensar que la Cruz divide, cuando es signo de reconciliación y unidad, cuando es la señal clara e inequívoca del mayor amor, porque en esa Cruz vemos cómo Dios ama a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su propio Hijo», que muere en la Cruz por nosotros y para nuestra salvación?

Miremos a la Cruz, al Crucificado, y contemplemos su rostro doliente, el ademán descompuesto. Mirémoslo ahí, clavado y suspendido del leño; mirémoslo ensangrentado y exangüe; mirémoslo agonizando y abandonado de los hombres; miremos sus heridas, sus espaldas destrozadas por los azotes, sus rodillas sangrantes por las caídas, sus manos y sus pies taladrados por fieros clavos, su despojo y su desnudez; miremos su soledad y su silencio, miremos su sed y su inmenso dolor; miremos su rictus espantoso de la muerte; su faz no parece de hombre, pues tan desfigurada se encuentra. Miremos esa Cruz. Sobre ella está Cristo, cuyas heridas nos curan, sobre ella está el Señor, que, desde ella, nos da la vida; sobre ella está la eterna Palabra que nos habla con palabras de vida eterna. Sólo Él, crucificado, casi en silencio que es palabra, tiene palabras de vida eterna. No es una cruz vacía. No es una cruz que sólo evoca el pasado. Es la Cruz donde está Cristo crucificado que vive, pues ha vencido a la muerte; donde está la Palabra viva, de donde nos llegan palabras llenas de vida y verdaderas que susurra al oído, y que como pastor que entrega su vida silba a sus ovejas perdidas.

«Pastor, que con tus silbos amorosos / me despertaste del profundo sueño;/ tú me hiciste cayado de ese leño / en que tiendes los brazos poderosos.// Vuelve los ojos a mi fe piadosos,/ pues te confieso por mi amor y dueño,/ y la Palabra de seguir empeño/ tus dulces silbos y tus pies hermosos.// Oye, Pastor, que por amores mueres, no te espante el rigor de mis pecados. / Pues tan amigo de rendidos eres,

Ahí lo tenemos, rebajado hasta lo último, obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz. Por esta obediencia amorosa al Padre, Jesús cumplió la misión expiatoria del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos», con el rostro de los hombres desfigurado por el pecado, con sus heridas consecuencia del mismo pecado, y, al mismo tiempo, en su rostro humilde y pacífico, con su confianza y obediencia de Hijo que entrega el amor infinito de Dios Padre que redime, salva, regenera y abre a una esperanza firme, inquebrantable, imperecedera.

Ahí tenemos todo el amor de Dios: tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo, Él se entregó por nosotros en la Cruz gloriosa. De ahí brota toda la esperanza. ¿Cabe mayor amor? ¿Cómo no exaltar de gozo ante la Cruz, como no engalanarla y llenarla de flores que manifiesten el esplendor del amor, el esplendor de la gloria divina, que es por siempre y para siempre, amor?

En ella, manifestación suprema del amor de Dios, está nuestra esperanza: la esperanza de un mundo redimido y renovado por la fuente inagotable del amor y de la misericordia que de ella brota. Ahí está la suprema sabiduría, no la del mundo, ni la de los entendidos o entendidillos de este mundo. Ahí está la paradoja de un poder que es servicio, de una muerte que es vida, de un rebajamiento y despojamiento que enaltecen, de una entrega total que redime y hace nuevas las relaciones, de un reinado que es perdón y misericordia, de un nuevo orden que no tiene otra norma que la verdad y el amor: ahí tenemos a Dios, que por la Cruz ha querido reunirnos y reconciliarnos a todos, anticipando el mundo futuro en el que reine Dios, reine el amor. Esta Cruz es la que necesitamos para la salvación y la esperanza de los hombres y no podemos ni debemos ocultarla, aunque algunos la rechacen: para éstos de modo particular esa Cruz irradia amor y perdón.