Antonio Cañizares

Fiesta del sagrado corazón

El culto del amor de Dios manifestado y entregado en el Corazón de Jesús debe ayudar a recordar incesantemente que Jesús cargó con el sufrimiento de la pasión y de la cruz voluntariamente por nosotros, por mí y por ti

La Razón
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El viernes de esta semana celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. No me resigno a pasar por alto esta fiesta en mi colaboración semanal en LA RAZÓN, consciente de que algunos me criticarán a mí y al mismo diario, porque tal vez piensan que un diario tan prestigioso está para otras cosas, por ejemplo para hablar de política o economía o temas sociales y culturales de actualidad. Verán que si queremos renovar esas realidades, la reflexión que ofrezco también tiene que ver con la renovación de todas ellas.

Miremos a Jesús, al que traspasaron, a su Sacratísimo Corazón. En esta meditación que ofrezco a quien me lea, me viene a la memoria cuando Jesús era criticado porque comía con los pecadores. Los fariseos murmuraban de Jesús y le criticaban porque comía con publicanos y pecadores. Jesús responde con tres parábolas: la de una mujer que pierde una pequeña moneda y la encuentra; la del padre bueno frente a su hijo pródigo, que vuelve; y la de un pastor que pierde a una de sus ovejas y sale a buscarla. Así responde Jesús a aquellos que no entendían nada de quién es Dios, aunque pensaban que lo sabían todo de Él. Les dice Dios es así, como me veis a mí; así soy yo, imagen del Padre: lleno de misericordia, siempre presto al perdón. Dios se alegra de los pecadores que vuelven, va en busca de ellos, sana a los enfermos, los corazones desgarrados, no se alegra en la condena, no quiere que perezca ninguno, sino que vuelvan y vivan. Su sacratísimo Corazón nos descubre la inmensidad de ese inmenso amor misericordioso que es Dios mismo y nos entrega en su Hijo, de quien nada ni nadie podrá apartarnos jamás.

Cinco días después de la fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, sacramento de la caridad y la verdad de Dios, adoramos su Sagrado Corazón. En el lenguaje bíblico el «corazón» indica el centro de la persona, la sede de sus sentimientos y de sus intenciones. En el Corazón de Cristo Redentor adoramos el amor de Dios a la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia. Rendir culto como hacemos en esta fiesta, y deberíamos hacer todos los días, al sagrado Corazón de Jesús, significa adorar aquel Corazón de hombre con que nos amó Jesús, aquel Corazón que, después de habernos amado hasta el extremo, hasta el fin, fue traspasado por una lanza y, desde lo alto de la cruz, derramó sangre y agua, fuente inagotable de vida nueva y eterna.

Sólo de esta fuente inagotable de amor que es el Corazón de Jesús, podremos sacar la energía necesaria para amar, para vivir y cumplir nuestra vocación al amor, para llevar a cabo nuestra misión. Necesitamos contemplar y admirar cuanto se entraña en el Corazón sacratísimo de Jesucristo para aprender lo que es el amor y lo que significa amar. Necesitamos beber de esta inagotable fuente de vida, de donde brota la Iglesia y sus sacramentos, para abrirnos de par en par al misterio de Dios y de su amor, dejarnos transformar por Él. Necesitamos profundizar en nuestra relación con el Corazón de Jesús para reavivar en nosotros la fe en el amor salvífico de Dios, acogiéndolo cada vez mejor en nuestra vida. Debemos recurrir a esta fuente insondable del Corazón traspasado y abrasado de Cristo para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. Así podremos comprender mejor lo que significa conocer en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo teniendo puesta nuestra mirada y nuestra confianza en Él, hasta vivir por completo de la experiencia de su amor, para poderlo testimoniar después a los demás. Ahí está el secreto de la vida de la Iglesia y de cada uno de los cristianos. Como dijo San Juan Pablo II, «junto al Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón humano, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. Así y ésta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del salvador- sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, se podrá construir la civilización del Corazón de Cristo».

El culto del amor de Dios manifestado y entregado en el Corazón de Jesús debe ayudar a recordar incesantemente que Jesús cargó con el sufrimiento de la pasión y de la cruz voluntariamente por nosotros, por mí y por ti. Cuando vivimos esta espiritualidad, cuando adoramos el Sagrado Corazón, cuando vivimos hondamente esta devoción «no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez más moderada por él» (Benedicto XVI), más modelada por Él. El Corazón de Jesús es símbolo de su amor infinito, amor que nos impulsa a acoger su amor, y así amarnos los unos a los otros, y hacer de nuestra vida, una vida de amor, de entrega, de misericordia, de compasión, de perdón, de gracia, de don. Pero aún más, este amor del Corazón filial de Jesús que nos invita a entregarnos totalmente a su amor salvífico «tiene como primera finalidad la relación con Dios. Por eso, este culto, orientado totalmente al amor de Dios que se sacrifica por nosotros, reviste una importancia insustituible para nuestra fe y para nuestra vida en el amor. Quien acepta el amor de Dios interiormente queda modelado por él. El hombre vive la experiencia del amor de Dios como una llamada a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor que tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades, nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las necesidades de los demás. La contemplación, en la adoración, del costado traspasado por la lanza nos hace sensibles a la voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de abandonarnos a su amor salvífico y misericordioso, y al mismo tiempo nos fortalece en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos» (Benedicto XVI). Esta es la verdadera revolución: la del amor, la de Dios.