Reforma constitucional

Hacia la España subsidiaria

La Razón
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Dedicado días atrás a pasear por parajes asturianos, fui a parar a Castropol. Allí se levanta el monumento al capitán de navío Fernando Villaamil, quien cuenta con el honor de haber diseñado un buque vital en las modernas armadas, el destructor. Ignoraba que un español fuese el padre de tal criatura naval. Ese hallazgo me llevó a recordar otros aportes no menos vitales nacidos del genio hispano, como el submarino o el autogiro. O sin ir más lejos, hace unas semanas asistí a la Marine Ball, gala solemne con la que la Infantería de Marina americana festeja su cumpleaños y los anfitriones no olvidan que la infantería de marina es otra invención hispana.

Son algunas unas pinceladas de detalle de ese genio a las que se podrían añadir más y más datos y hechos históricos, muchos de común conocimiento y otros no tanto; unos individuales, otros colectivos. De estos últimos quizás el más relevante, y no alcanzado por otra nación, sea el descubrimiento y civilización de América. La lista de episodios de las artes, las invenciones o, actualmente, la actividad puntera de tantas empresas españolas nos sorprendería. Tampoco el mundo del Derecho es ajeno a estos aportes. Pienso, por ejemplo, en lo que supuso la Escuela de Salamanca para la construcción de los derechos fundamentales basados en la dignidad de la persona y no en cambiantes mayorías. España es una gran nación, pero la tendencia a flagelarnos nos pierde, lo que aprovechan otros. Si aplicásemos las malas prácticas empresariales al devenir de las naciones, podríamos concluir que fomentar esa tendencia en el competidor –o aprovecharla– beneficia a quienes interesa una España débil, de ahí la inestimable colaboración dolosa o culposa de nuestros independentistas. Si algún día se hace un análisis objetivo de la Transición, quizás descubramos a quién beneficia de fronteras afuera el independentismo. O quizás el terrorismo se vea también como un lastre inducido para aparcarnos en la cuneta de la historia y cuya máxima expresión fue aquel 11-M, correctivo a un país que al apuntar maneras de potencia emergente estaba excediéndose del papel de país mediano que nos quieren asignar.

En estas reflexiones andaba cuando leo que el lendakari vasco afirma que en la era de la globalización es imposible la independencia o que parece que el problema catalán se encara más allá del lenguaje judicial. Lo primero parece un ataque de sentido común y lo segundo, de responsabilidad: tamaño problema no puede depender, en exclusiva, de los tribunales y menos de un Tribunal Constitucional reconfigurado en juzgado de instrucción. Y en estas andamos cuando se habla al inicio de esta legislatura de modificar el texto constitucional, uno de cuyos capítulos sería el territorial, y en estas andamos cuando el informe PISA nos inyecta una dosis de realidad mostrando que la calidad educativa va por autonomías.

Hay aires de reforma pero no se a dónde vamos porque o encaramos el problema territorial reforzando la unidad de España, es decir –y valga la redundancia–, la igualdad entre españoles, que es lo que nos hace fuertes y depara prosperidad, o vamos a reformas que procuren una unidad ficticia, pensadas para calmar durante unos años a quienes han hecho del separatismo debilitador su medio de vida. Para aplacarles se plantea concebir a España como «nación de naciones», y como paliativo a tamaña memez se añade que tal idea no tendría alcance jurídico; o se habla de ir a un modelo federal, una opción intermedia ideal para quienes vivirían de hecho en la independencia, desprecian a conciencia la solidaridad, quedando la idea de España reducida a la de responsable subsidiario de déficits territoriales sin fin, una España entendida como entelequia captadora de ayudas europeas o forzoso salvoconducto para estar en la Unión Europea. Pero sobre todo me gustaría saber si quienes gobiernan tienen una idea clara más allá de invocar el manido consenso –¿sobre qué?– o su apelación tópica a un diálogo con quien sólo concibe como opción la independencia. Ante todo esto, más que rompernos la cabeza alumbrando un nuevo orden constitucional, quizás compense armarse de paciencia y, entre tanto, alentar en esos territorios otros partidos, otros líderes, nuevos o reconvertidos, da lo mismo: basta que sean racionales.