El desafío independentista

La Cobardía

No solo hay que combatir a los que transgreden violentamente la Constitución y la ley que de ella emana; hay que crear un relato positivo de la unidad de España basado en su historia.

La Cobardía
La Cobardíalarazon

Hace ya algún tiempo leí un magnífico libro titulado «Patria», de Fernando Aramburu, que también ha comentado aquí mi antiguo compañero de armas y Tribuna el General Alejandre. Quisiera añadir otro enfoque complementario –en diferente geografía– a lo por él diestramente detallado. En «Patria» se describe magistralmente el angustioso ambiente de miedo que logro implantar ETA, especialmente en el entorno rural vasco durante aquellos años de plomo y amonal, de tanto sufrimiento e impotencia felizmente superados. Recomiendo su lectura a quien quiera comprender lo que pasó y específicamente los mecanismos del miedo, en sus dos vertientes: el físico a ser asesinado y el moral a ser considerado diferente por tus vecinos, a que piensen que eres un traidor a esa «patria» imaginada. Miedo que para prosperar requiere también que la cobardía se complemente con un ambiente de graves carencias intelectuales, vamos con bastante ignorancia.

En «Patria» se recoge también el sufrimiento de los etarras y sus familias. Pero hay una esencial diferencia entre el dolor de las víctimas y el de los verdugos: que estos últimos lo han provocado voluntariamente embriagados por una alucinación, mientras que sus víctimas son sujetos pasivos de la misma. Vamos que no es lo mismo ser Jesús que Judas. También existe otra importante distinción: el Estado se refrena por sus mecanismos legales –castigando incluso a sus servidores cuando en el ardor de la lucha se transgreden las normas–, mientras que para los etarras no existe ninguna barrera, deshumanizando así a sus víctimas. Un etarra es para el Estado español una persona con sus derechos; una víctima –vasca o no– era para los etarras una alimaña a exterminar. Las víctimas y sus familias nos representan a todos pues la mayoría lo fueron no por lo que eran, sino por lo que significaban: la voluntad de vivir juntos pacíficamente.

Una vez oí a una alta autoridad de nuestra nación que no hay que tener miedo a los pocos que gritan, sino a los muchos que callan. No solo hay que combatir a los que transgreden violentamente la Constitución y la ley que de ella emana; hay que crear un relato positivo de la unidad de España basado en su historia, en cómo son realmente la mayoría de sus gentes y en el futuro que nos aguarda unidos al resto de los europeos. Hay que conseguir que el miedo cambie de bando, que pase al de los que quieren romper España, recordando siempre que ese miedo en la gente corriente tiene dos facetas: la física y la moral de ser considerados como distintos e indiferentes a los valores de la patria chica.

Las aguas bajan últimamente un poco más tranquilas por Euskadi. Parece ser que sus políticos y el buen pueblo vasco están llegando a comprender que el ambiente internacional predominante no es nada partidario de más divisiones de las que ya amenazan a las naciones occidentales y recuerdan la sima de dolor e indignación a la que habían sido arrastrados por los crímenes de ETA. Que hay pocos sitios buenos a donde ir solos. Pero en cambio, en Cataluña, el torrente de pasiones de una minoría vociferante amenaza con desbordarse y arrastrar el seny catalán hacia un enfrentamiento con el resto de España. Aquí de momento no hay muertos, pero de seguir por esta vía nadie puede predecir cuanto sufrimiento puede llegar a padecerse. Cada día con más claridad se está planteando por unos ciertos políticos catalanes enloquecidos una ruptura de nuestra Nación por procedimientos ilegales, es decir fuera de la Constitución.

Los servidores de la misma, en primer lugar el Gobierno y los jueces, deberían aplicar todo el rigor legal –administrativo y penal– contra esos políticos catalanes antes de que el fuego con que juegan se extienda al pueblo que calla, que no desea líos, que es de naturaleza pacifica –¿o quizás algo cobarde?– , que es con el que hay que tener más cuidado. A la vez que se aplica el rigor de la ley a los políticos catalanes separatistas –ya sean ciertos burgueses corruptos o sus socios anarquistas– hay que esforzarse en conquistar el relato de los ciudadanos catalanes no politizados, haciéndoles comprender que el miedo a ser diferentes no lo deben sentir con relación a los nacionalistas, que lo realmente perjudicial para ellos sería llegar a ser desiguales con el resto de los españoles. Aplíquense pues sanciones administrativas y penales a los que transgreden las normas generales, pero no descuidemos las medidas para que sea posible vencer el miedo de las mayorías que callan, la de aquellos a los que no se puede pedir que sean héroes.

La ultima bravata provocativa de los separatistas catalanes ha sido una amenaza a los funcionarios que puedan no cumplir las normas no natas de un Parlamento catalán autonómico auto configurado –por una minoría delirante– en constituyente. Este miedo que tratan de implantar es el que debe cambiar de orilla y para ello los representantes del Estado deben perder los reparos a ser considerados como no democráticos. Para los españoles no existe más democracia que en el seno de nuestra Constitución. Cumplir la ley es lo que permite practicar esa democracia.

Además, cuando los nacionalismos separatistas se tratan de aplicar a una realidad secular como es España u otra de las naciones tradicionales, el problema principal es donde parar en ese afán de dividir. Si una diferencia cultural o lingüística bastase para justificar separar Cataluña, qué pasaría –por ejemplo– si Tarragona desease continuar formando parte de España ¿Se invocaría la voluntad –hipotética– de la mayoría de los catalanes de estar unidos? Y si esto es así ¿por qué entonces no vale la superior –numéricamente– voluntad de la mayoría de los españoles de permanecer juntos? Recordemos los extremos cantonales que alcanzo la Primera República en esto de fraccionarse.

Hay que evitar que Cataluña pueda llegar a caer en el infierno que una vez fue el País vasco.