El desafío independentista

La complicada travesía de la Hacienda catalana

Esaú Alarcón

La Razón
La RazónLa Razón

Uno de los aspectos en los que el sentimentalismo con el que actúan los secesionistas ha ganado la batalla a la razón es el de los efectos económicos, fiscales y sociales tras una supuesta independencia.

En el imaginario colectivo no se plantea otro escenario que no sea el de una solución negociada con el Gobierno de España que, piensan ellos, no sólo les facilitará amablemente toda la información de sus bases de datos tributarias y de la Seguridad Social sino que, además, les dará la financiación necesaria, los anticipos de impuestos y la bolsa de pensiones generadas por los residentes en Cataluña, además de luchar por su entrada en la Unión Europea de forma inminente.

Esta vía tendría sentido de plantearse lo que en la jerga separatista se conoce como «ruptura pactada», todo un oxímoron tan idílico como irrazonable, que da por hecho que quinientos años de historia de una nación se pueden romper de forma unilateral, sin apoyo internacional y con más de la mitad de la población del nuevo país en contra y que, a pesar de ello, el país que dejan les facilitará los medios de subsistencia futura con el manido argumento de que también les interesa.

Si se descarta esta solución –o polución, teniendo en cuenta lo orgiástico que es este movimiento de las sonrisas– onírica y se entra en el terreno de la cruda realidad que nos esperaría, lo cierto es que una Cataluña separada de España pasaría una tremenda travesía por el desierto.

Así, a corto plazo nos encontraríamos con una situación de asfixia financiera, pues los mercados internaciones califican actualmente el bono de Cataluña a la altura del de países africanos, muchas multinacionales dejarían sus sedes catalanas y la inversión internacional caería en picado.

Por lo que se refiere a los organismos estatales de la nueva república, la Agència Tributària de Catalunya y la nueva Seguridad Social catalana tendrían serios problemas de funcionamiento y organización pues no dispondrían de personal ni de medios, empezando por la ausencia de los datos censales de las personas y empresas residentes en el territorio, que no podrían serles cedidos por España ni siquiera por las buenas, por las implicaciones legales que ello tendría.

De ahí se derivarían bolsas de fraude importantes, a las que habría que añadir las dificultades de la praxis fiscal: las empresas catalanas serían consideradas como residentes en un territorio tercero, ajeno a la Unión Europea y por tanto sometido a aranceles, fronteras y sin que tenga lugar la aplicación del IVA comunitario, lo que haría que Cataluña perdiera una competitividad enorme al encarecerse el coste de sus productos, por no hablar de que se sufriría un boicot de su principal comprador: España.

Ante un panorama tan desalentador, la única opción plausible que se le puede plantear a un Gobierno que quiera mantener el sistema y cubrir las necesidades básicas presupuestarias, pasaría por establecer impuestos tan elevados que plausiblemente llegaran a lo confiscatorio, por lo que la solución nos lleva al punto de origen que, precisamente, se quería evitar –o, al menos, ésa era la excusa– cuando se empezó a excitar el celo rupturista por parte de las instituciones de la Comunidad Autónoma.

El pueblo catalán viene soportado una elevada tributación que, a diferencia de lo que piensa el ciudadano de a pie, procede de decisiones del Govern y no del Ministerio, lo que nos ha llevado a ser el territorio con el Impuesto sobre la Renta más alto –junto a los «hermanos» suecos– de toda Europa, siendo también los gravámenes en los Impuesto sobre el Patrimonio y en Sucesiones y Donaciones más altos que la media española, todo ello por decisiones del Parlament.

Quizás el expolio que nos esperaría a los ciudadanos de a pie tras la independencia se podría compensar si los nuevos gobernantes dejan de quedarse con el tres por ciento habitual, pero si ello no resulta suficiente para cuadrar las cuentas, entonces no habrá un tercero al que culpar de nuestras miserias, no pudiendo descartarse de antemano que se acabe incumpliendo aquella promesa que figuraba en los carteles del 9N de que con la segregación comeríamos helado de postre cada día.