Joaquín Marco

La historia en el desván

La Razón
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Las turbulencias políticas que estamos sufriendo no son fruto del azar, ni siquiera de una maldición. No hay que rebuscar tanto en las complejidades de los españoles de la primera década del siglo XXI para descubrir las raíces que impiden de momento la simple gobernabilidad. Tan sólo hace falta mirar por el retrovisor para observar desafíos económicos y sociales que todavía soportamos y que han provocado la desconfianza hacia cuanto supone administración y poder político, recortes que han reducido en buena medida el anterior y relativo estado del bienestar que gozábamos. Pero esta observación es generalizada e indiscutible y no es necesario recurrir a la historia para confirmarla. En tiempos no tan lejanos hubiéramos recurrido a la «maestra de la vida» para desentrañar los complejos que nos agobian, pero la perspectiva histórica ha sido sustituida o relegada. No es que nuestros historiadores sean hoy mediocres o traten de interpretar el pasado –objetivo de la historia– con metodologías inadecuadas. Sustituimos en el siglo XX la historia política por la social y ésta por la de las mentalidades hasta llegar a la utopía de una «historia total». Pero al tiempo observamos cierto relativismo: el historiador no podía ser neutral, aunque tratara de resultar objetivo. Los historiadores necesitaron apoyo de economistas y psicólogos. Ya Voltaire con sagacidad había escrito en su siglo: «El propósito de mi labor no es el de demostrar que algún soberano indigno de atención sucedió a tal otro dirigente bárbaro. Es necesario estudiar el espíritu, las costumbres, la moral de los pueblos».

Mi maestro Jaume Vicens Vives, en su reducto de la Universidad barcelonesa, había llegado desde lo que entonces se denominaba historia social y económica hasta tratar de descubrir los mecanismos psicológicos de los procesos históricos. Contra un moderado positivismo, la historia trataba de justificar su carácter científico, otorgándoselo en principio a la economía, como habían advertido ya, en el siglo XIX, los teóricos del marxismo. Pero, a diferencia de las ciencias experimentales y de la rampante tecnología, la historia permanecía instalada en el ámbito de las siempre cuestionadas disciplinas humanísticas. Su creciente descrédito ha llegado a modificar los esquemas de la enseñanza: apenas si se alude a la «historia literaria» y ha desaparecido también la «historia de la filosofía» en interesados contextos. En paralelo, han ido surgiendo, incluso con carácter universitario, especialidades calificadas como ciencias y de signo tan ambiguo como las calificadas «Ciencias de la Información» que sustituyeron a las «Escuelas de Periodismo», entre otras. En estos últimos tiempos han adquirido relevancia también las «Ciencias» Políticas. El intento de penetración de la política en el ámbito académico y científico no es tan reciente. Podemos advertirlo ya en mitad del siglo XIX. En España, una Ley del 29 de julio de 1943, crea la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas. No deja de ser significativo que ambas disciplinas aparezcan unidas. Sin embargo, lo habitual era observarlas derivadas de unas plurivalentes Facultades de Derecho. Pero en la España franquista, aunque era obligatoria la enseñanza de la política oficial del Movimiento bajo diversos nombres, hasta en los primeros años de la enseñanza universitaria quienes impartían aquellas asignaturas nada tenían que ver con la disciplina. Otra Ley de 17 de julio de 1953 volverá a reunir Políticas y Económicas, aunque sin llegar a calificarlas como ciencias.

La independencia y el auge de las «ciencias» políticas llegó y se ha expandido con la democracia y su sistema de partidos. Las Facultades de Ciencias Políticas fueron imponiéndose a medida que entraban en crisis las de Historia. Tal vez los estudiantes entendieran que los estudios que allí se impartían tenían más salidas profesionales, dada la proliferación de cargos en una Administración pública sustentada por diversos idearios políticos. Las Universidades que se precian disponen ya, a lo largo y ancho de España, de una Facultad de Ciencias Políticas. Y, como no podía ser menos, de su seno han surgido nuevos valores y formaciones de escasa originalidad. Las oleadas de los nuevos y jóvenes políticos ignoran el pasado o éste se reduce a lo más reciente y generalizado. Pero incluso éste manifiesta una gran variedad de registros que podría haberles resultado útiles. Uno de los tópicos más divulgados es el de que la historia la escriben los vencedores. Pero los historiadores profesionales tienden a la objetividad y tal vez sería ya hora de abandonar otros muchos tópicos, ya sea el de rojos y azules o el de las dos Españas irreconciliables que algunos buscan confirmar. En una observación superficial nuestro actual panorama político parece desolador y los políticos, graduados en politología o no, se muestran incapaces de resolver las contradicciones en las mentalidades que hoy cohabitan en nuestra sociedad. Encerrados en sus fortines, los líderes, estudiosos en políticas y estrategias, no consiguen adaptarse a nuevas situaciones y otros tiempos. Pero la larga historia, pese a sus carencias, podría ofrecerles un despliegue de ejemplos y matices. Los cambios sociales más profundos y duraderos no son el fruto de programas, meras elucubraciones. Nuestra tan invocada transición a la democracia, por ejemplo, fue la que pudo ser, fruto de un complejo juego de factores e intereses de toda índole, incluyendo mentalidades que convivían en la Europa de entonces. La historia no debe entenderse como un mero juego de azar ni como una rigurosa disciplina experimental, aunque podría aliviar tanto desencuentro.