José Jiménez Lozano

Las tablas de la ley

Se precisa que nuestras inteligencias y especialmente las de los más jóvenes sean como tablas rasas que no guarden ni recuerdo de la civilidad y el saber que costó tantos siglos levantar

La Razón
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¿Cómo puede simplemente entenderse que el señor Puigdemont, un fugitivo de la justicia, se pasee por Europa sin que ningún gobierno de la CEE se lo impida pese a reconocer que este individuo ha dado un golpe de Estado en un país de esa CEE, aunque éste sea España, que tuvo Inquisición y descubrió las Indias Occidentales pero no las limpió de indios, una humanidad inferior, como hicieron otras grandes países?

Podemos subrayar igualmente el hecho de que la respuesta del Estado al ataque y golpe recibido –es decir, al ser víctima del antiguamente denominado «crimen maiestatis»– puede ser criticada y denigrada legalmente por uno o varios medios de comunicación y propaganda pagados con dinero del propio Estado atacado. Y también es de subrayar igualmente que, en cualquier forma de expresión sobre ese «crimen maiestatis», se formula como si se tratase de un desacuerdo conflicto entre dos naciones, entidades jurídicas que en otro tiempo eran algo no discutido ni discutible, pero que ahora se ha tornado algo difuso y a disposición del primero que decida apropiarse de su nombre de nación, si así lo desea.

Pero, incluso sin preocuparnos por estos detalles, y otros mil, como que hay personas que aseguran que el golpista señor Puigdemont podría ser presidente del ente jurídico que «nacionalizó» por su cuenta para dar el golpe de Estado, porque nuestro país parece tener unas leyes algo laberínticas.

Y, en otro orden de cosas. se acaba de descubrir y legislar, unos cuatro mil años después de la Biblia y tras del normal discernimiento de otros tantos y más siglos, que los animales no son cosas y no parece que esté lejos el día en que la condición de persona se aplique a los monos, si así se desea por los ya militantes del filosofismo orgullosamente antihumanista.

En realidad, estamos ante una situación engendradoras de similar perplejidad durante años por la mistérica expresión de «libertad de expresión» en su interpretación política, que transforma conductas aparentemente delictuosas en hechos irrelevantes, una cuestión que preocupa, ahora mismo a los juristas de USA; pero ¿acaso nosotros no estamos en el tiempo del famoso derecho a decidir lo que deseemos? Todo el mundo sabe que la suegra del emperador Caracalla explicó a éste que toda decisión imperial sería lícita y legal: «quod libet licet», y ahora tal señora sería exacto espejo de los redentores de los pueblos.

Un ser humano así es convertido en mentecato –«mente captas»–, porque se priva a su mente del saber heredado de los siglos y su vivir entero será modelado por el nihilismo alegre del nada es nada ni significa nada, de manera que tal hombre será miembro de una raza de hombres nuevos, nietzscheana y defensora del darwinismo filosófico de los hombres superiores, que vencen siempre en su lucha contra los viejos tabúes de la humanidad, incluido el del incesto, para lograr una anomia perfecta.

Pero estamos aún en los trabajos de retirada de escombros de nuestras viejas herencias. Se precisa que nuestras inteligencias y especialmente las de los más jóvenes sean como tablas rasas que no guarden ni recuerdo de la civilidad y el saber que costó tantos siglos levantar, y ni siquiera debe saberse la propia lengua, echando mano, para desterrarla, del uso de los detritus de otras lenguas, y fabricando con ellos una lengua de madera llena de lugares comunes y conceptos retóricos y repetitivos. Y entonces es cuando brotará una clase de humanos bien instalados que enseñan desde sus sitiales que, como advertía Stephen Vininczey hace ya algunos años, «se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o bandada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare, o que la confusa historia del hombre puede tornarse clara con la aplicación de unas cuantas teorías económicas, o el estudio de insectos que llevan sobre sus diminutas espaldas todo el edificio de la Sociobiología».

¿Acaso no son éstas las tablas de la ley de nuestras convicciones y enseñanzas?