Terrorismo

Los tentáculos del fanatismo

La Razón
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Las pantallas se tiñen de luto, cada día, con las imágenes de los asesinatos perpetrados por los terroristas en las calles, transportes y espacios públicos del mundo entero. Entretanto, los expertos discuten si, en Europa, nos hallamos o no ante una guerra. Pero el tiempo corre implacable sobre los nuevos campos de batalla. ¿Es nuestro continente el idílico lugar que pinta su publicidad turística? Lamentablemente, Europa fue arrasada por las dos últimas conflagraciones mundiales y la actual hace tiempo que ha alcanzado de lleno su suelo. Pero no es la geografía lo que mundializa este conflicto, sino el alcance global de las acciones y reacciones.

Mientras, los expertos en antiterrorismo de la autodenominada «inteligencia» sermonean a los ciudadanos que pagan sus sueldos. Sus argumentos consisten en repetirnos exageraciones como que cosechamos lo que hemos sembrado, con nuestro insolidario materialismo y nuestra ingenua multiculturalidad. Pero la situación reclama que hagamos una reflexión más precisa.

Hace falta comprender qué diferencias existen entre el conflicto al que nos enfrentamos y los anteriores. Una, crucial, radica en que la batalla decisiva no se libra en unas u otras fronteras exteriores, sino dentro de nuestras propias ciudades; más aún, en el interior de las mentes. Siempre ha existido fanatismo, revela la historia; pero lo cierto es que ese fanatismo, ahora, se distingue por su poder de manipulación y su desplegarse a distancia, gracias a las telecomunicaciones. Este enfrentamiento ya no es cuestión de en qué contexto concreto nos ha correspondido vivir a cada cual, en qué territorio, nación, raza, religión... Ideologías antaño poderosas ven palidecer su omnímoda influencia frente a otras amenazas, sectarias y globales. En éstas, ideas y creencias se mezclan hasta confundirse en los medios. Las tecnologías de la comunicación se han convertido en el caballo de Troya de nuestras sociedades. Internet es el mensajero de una prédica fanatizadora, cuyos efectos resultan tan explosivos como misiles. Nos atacan con bombas humanas y palabras manipuladoras.

Por eso, no vamos a vencer sin palabras, aunque tampoco sólo con ellas. Ni nuestras cámaras de seguridad ni nuestras escuchas van a garantizarnos la tranquilidad, porque el mundo se ha transformado en escenario de alienados kamikazes. Mas superemos el debate entre seguridad o libertad; no cabe ninguna sin la otra. Nuestra arma más poderosa está en los valores y principios que deben guiarnos, aunque no acabemos de creerlo. Hay un baluarte indispensable: el valor de la dignidad personal. El odio de nuestros enemigos se dirige frontalmente contra esto. Su guerra frente al valor único de cada persona supone el centro de la batalla, no otro. Este desprecio se manifiesta en su forma de agresión, el terror y la manipulación hasta la inducción al suicidio o la autoinmolación, la crueldad sangrienta con hombres, mujeres, niños. Luchar con esta conciencia del porqué y del cómo supone nuestro único modo de combatir, no una elección en pro de la supervivencia, sino nuestro ser mismo, nuestra naturaleza que pelea tal cual es.

España, en concreto, ha contribuido en esta defensa de la dignidad, como prueba la Escuela de Salamanca, entre otros hitos históricos, y posee una experiencia milenaria contra largas formas de fanatismo. Nombres como los de Maimónides, Averroes o Llull lo atestiguan. Los traemos aquí a causa de que la cultura ofrece una clave vital contra la manipulación, como advirtió Ortega, y por ello constituye el corazón mismo de este conflicto. Ésta es una confrontación también filosófica, del pensamiento. Conmemoramos a Cervantes: él arriesgó su vida por la libertad, combatió con la fuerza y la palabra.

No es una guerra contra los musulmanes, sino contra los terroristas de cualquier cuño. En ella, necesitamos estrategia, tecnología, soldados... Pero una cosa nos es indispensable, y ello radica en tener conciencia de nuestra razón de ser. Sólo esta diferencia puede dotarnos de la energía para vencer. Sin convicciones y corazones recios, la derrota está asegurada.

No se trata de caer en presunciones de superioridad moral, sino de reconocer que es justo enfrentar este terror. «No conozco ningún otro signo de superioridad que la bondad», dijo Beethoven, cuya música ofrece la sintonía para el himno europeo. Pero la bondad comienza por la defensa a ultranza de la dignidad humana. Esto no implica incurrir en ningún eurocentrismo ni soberbia occidentalizante, pues nada hay más universal que la dignidad personal. Monnet, Schumann, Adenauer, De Gasperi basaron en este fundamento la Unión Europea.

*Profesor de Filosofía en la Universidad Rey Juan Carlos