Mali
Mali: otra tanda de amputaciones islamistas
Los datos son escasos, pero la noticia, desafortunadamente, es cierta: los islamistas del Mujao, integristas de «pata negra» que dominan la ciudad de Gao, en el norte de Mali, han comenzado una nueva ronda de mutilaciones. El anuncio oficial, hecho por el comandante Moctar Barry, ha sido confirmado por varios testigos. Al menos dos jóvenes han sufrido la mutilación del brazo derecho a la altura del codo, y otros ocho aguardaban el sábado su turno. La ceremonia medieval se ha llevado a cabo, sin embargo, con algunas alteraciones de carácter humanitario: antes de aplicar la espada, les han inyectado un anestésico local. Pese a ello, y según uno de los testigos, los supuestos ladrones gritaban y se retorcían de dolor. Ahora, ambos están bajo vigilancia en un hospital. El comandante Moctar ha sido diáfano: «Es la ley de Dios y nadie nos puede impedir aplicarla».
La reanudación de las amputaciones está estrechamente ligada a la decisión de Naciones Unidas de autorizar una intervención militar internacional contra los grupos islámicos que dominan el norte de Mali. Una advertencia de que han llegado para quedarse y que piensan resistir. Ya les contábamos el mes pasado que a la zona «liberada» estaban acudiendo voluntarios islamistas de todo el mundo árabe. Libia ha cerrado el sur del país a la presencia de extranjeros, entre otras razones porque no puede garantizar la seguridad ni impedir el tráfico de armas y abastecimientos a los rebeldes.
Y, mientras, la intervención internacional se retrasa. Hay acuerdo político en la Unión Europea, con Francia a la cabeza, pero ningún deseo de que sean tropas occidentales las que lleven el peso de la operación. El problema está en que el proceso de encuadramiento y formación de los soldados africanos apenas progresa. Hay que dotarlos de casi todo, desde vehículos a munición de boca, para sostener una guerra de guerrillas en un trozo de desierto más extenso que Francia y contra una gente con experiencia de combate sobrada, la moral alta y el convencimiento de que el tiempo no cuenta para quienes están en posesión de la verdad revelada. Y crueles, muy crueles.
El nuevo proceso panárabe puesto en marcha por el islamismo suní, financiado por Arabia Saudí y Qatar e, inexplicablemente, respaldado por Occidente, se está llevando muchas vidas por delante. No sólo de laicos y socialistas, que también, sino, sobre todo, de fieles chiíes. En el resumen de «atentados en el mundo», que cada final de año elabora la agencia Efe, se da cuenta del asesinato de 607 seguidores de esta corriente del islam, alcanzados por la explosión de coches bomba o la actuación de terroristas suicidas durante la celebración de actos religiosos. La mayoría han tenido lugar en Irak, donde los chiíes son mayoritarios, pero también se han registrado ataques brutales en Pakistán y Afganistán. Por su parte, en Siria, la guerra civil está adquiriendo un carácter sectario, en la que los chiíes, partidarios del presidente Bachar al Asad, son minoría y corren el riesgo de ser aniquilados. La realidad tozuda es que el islamismo político de raíz suní, que va desde la moderación marroquí hasta el extremismo de las brigadas somalíes, se está consolidando y acabará por cambiar la faz de todo el mundo árabe. Aspira a la unidad, al «gran Califato», al igual que los viejos, y ya derrotados, naseristas soñaron en su tiempo con una «gran república árabe unida», que tendría por lema «socialismo y libertad»; sueño que cayó víctima de la cleptocracia y el regionalismo. Por la violencia, como en Libia, Siria, Irak y Yemen; o por las urnas, como en Túnez y Egipto, los Estados árabes giran inexorablemente hacia el modelo de Estado teocrático saudí. Tal vez en ello confía Occidente, cuya alianza con las monarquías del Golfo siempre ha supuesto un plus de estabilidad internacional. Pero aunque así resulte, habrá muchas víctimas: las de las minorías que se resisten a aceptar la simbiosis entre la religión y el Estado. Y no hablamos sólo de lapidaciones.
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