Control de la natalidad

Natalidad y mentalidad

España va a la cola europea en ayudas a las familias, luego si estamos en puestos de cola en ese tipo de ayudas y encabezamos el ranking en los puestos de caída de la natalidad, no es temerario deducir que alguna relación habrá

La Razón
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No es invención mía, son los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística. De ellos se deduce que caminamos hacia un desastre demográfico cuyas consecuencias van más allá de la sostenibilidad del Estado del Bienestar. No es poco y es lo primero que salta a la vista, pero no es todo el problema. Lo más grave es que si la población es el futuro de un país, el nuestro está más que comprometido.

¿Qué soluciones hay? Hoy por hoy se confía a los inmigrantes el relevo generacional, de ellos depende nuestro futuro como país: son la única salida que le queda a una sociedad que renunció a tener más hijos. En definitiva, los prejuicios xenófobos, aparte de inmorales, son injustos y desagradecidos, por lo que el quejoso deberá aceptar lo que la inmigración vaya a suponer –está ya suponiendo– de inevitable mutación social, de cambio en las costumbres y en la convivencia.

Otra solución sería incentivar la natalidad mejorando las ayudas a las familias, algo cuyo examen exigiría un comentario específico. Sólo diré que ésa ha sido la propuesta al uso y una tradicional reivindicación de las asociaciones familiares; es parte permanente de su discurso, como el de un Ministro de Asuntos Exteriores es reivindicar Gibraltar. Y no es para menos: España va a la cola europea en ayudas a las familias, luego si estamos en puestos de cola en ese tipo de ayudas y encabezamos el ranking en los puestos de caída de la natalidad, no es temerario deducir que alguna relación habrá.

Pero me pregunto si todo es cuestión de confiar en los inmigrantes y de mejorar las ayudas porque, intuyo, que esa crisis tiene causas muy profundas, complejas y de difícil enderezamiento. En ese problema algo tendrá que ver una mentalidad reinante que ha ido forjando en no muchos años un modo de vida y de entender la familia o el matrimonio y lo que son prioridades vitales. Vayan varios ejemplos.

En pocas décadas se ha debilitado gravísimamente la percepción del matrimonio y esto no sale gratis en términos de natalidad. Está asumida su fácil disolución, como que sea una opción más la convivencia de hecho o la de los «singles». Son muestras de una mentalidad en la que no es parte sustancial la empresa vital de formar una familia estable y, en ella, tener hijos o más hijos: eso era la mentalidad de nuestros ascendientes. Devaluado el compromiso como valor es complicado plantearse tener, educar y sacar adelante varios hijos.

A esa mentalidad añádase –es otro dato– el trabajo de ambos cónyuges, imprescindible si son convivientes. Responderá al deseo de autonomía económica de cada uno o para autoafirmarse o realizarse, aunque lo normal es que sea una necesidad, sin buscar más adornos ni explicaciones, ante la carestía de la vida, los bajos sueldos, el paro o para caso de ruptura. Si, además, se minusvalora el trabajo en el hogar quizás se explique, de nuevo, que en la agenda vital el número de hijos sea el justo para cubrir el deseo de descendencia, pero sin echarse más cargas, máxime para aquellos que, pudiendo, no quieren que un nuevo hijo afecte a su tren o estilo de vida. Y si a esto se añade la tendencia a que el hijo tenga de todo, quizás se explique la opción de tener, lo más, dos hijos con estatus de hijo único.

No entro en la imprescindible conciliación entre trabajo y familia y vuelvo a preguntarme: ¿depende todo de los inmigrantes y de más ayudas? Paliarán, seguro, pero el fondo está en la crisis de la familia y enderezarlo ni es prioritario ni política de Estado. Éste debería procurar leyes y políticas que fortalezcan a la familia, el matrimonio y la vida, lo que ayudaría a cambiar de mentalidad, sin embargo la ceguera y la dictadura del pensamiento único lo impide; además el tiempo político se mide por legislaturas y hay problemas cuya dimensión se mide por generaciones. Uno es esa ruina poblacional de ahí que se vea como «un lío» enderezar una legislación que debilita a la familia en su base, el matrimonio, o superar una sexualidad inculcada desde el antinatalismo. Y, además, se vende ese suicidio como un derecho.