Joaquín Marco

Nieve europea

La Razón
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Todos sabíamos que en ocasiones en España también nevaba. Lo hubiera debido saber el director de la DGT ya en diciembre, pero es como si se le hubiera olvidado. En este maravilloso país, emblema turístico de sol y playa, tan obsesionado por lo que pueda decir alguien en Bruselas, con Cámaras políticas en permanentes vacaciones, tan singular en sus planteamientos territoriales, parecía haber entrado gracias al cambio climático, en una primavera eterna y en el largo y cálido verano de película. Pero el locuelo febrero nos está colmando de nieves. Conviene, sin embargo, no tomarse al pie de la letra el refranero, porque no siempre a un año de nieves corresponde el de bienes. De pronto, ante la sorpresa europea la abrumadora nieve nos ha acercado a una Europa más fría y racional. Invita inicialmente al juego infantil que se compagina con los atascos en carreteras y aeropuertos que vienen a sustituir las imágenes televisivas entrañables del sol, playa y bañadores –clima glorioso– que busca provocar envidia a los europeos del Norte. Éramos la Miami de Europa. Quienes quedamos ya lejos de la generación Nocilla habíamos podido comprobar en carne propia la existencia real de la nieve en nuestras calles. En Barcelona no ha nevado todavía, pero el frío se ha hecho notar. Recuerdo que en mi infancia en más de una ocasión la nieve me había llegado hasta la rodilla, paralizó los tranvías y los vecinos trataban de lanzar a la calle la peligrosa nieve de las azoteas.

Seguimos siendo Europa y el director de la DGT ha corregido su cabina de mando en su domicilio sevillano por la madrileña oficina central. Se reprodujeron reiteradas imágenes de su frenética actividad por teléfono y radio en mangas de camisa. El frío nos recordó que estamos vinculados a Europa y la caída de la Bolsa, pese a los augurios de la nieve, que restamos inclementes al área del liberal capitalismo estadounidense. Tiemblan mercados –no por el frío– a los que nos debemos y de los que dependemos. Tal vez la independencia de Puigdemont, en un Waterloo sin batalla, parezca incólume, entre tantos dimes y diretes, al mundo real. Un destacado representante de su partido hacía notar que Bruselas queda más cerca de Barcelona que las Islas Canarias de Madrid. Y Andorra resultó el destino más próximo para algunos destacados miembros de su partido ahora renovado; aunque proximidad o distancia no supongan olvido. Los partidos nacionalistas canarios a menudo se han colocado en las proximidades del poder madrileño, como hizo también Convergencia, y ahora mismo el PNV. Los orígenes del nacionalismo catalán lo tuvieron en cuenta, aunque no fueran independentistas- algo ignorado entonces–. Ramon Llull desde Mallorca y en catalán irradió hacia Cataluña, bebió en el mundo árabe y se inscribió en la calidez cristiana. También nieva en las Baleares más próximas, aunque alejadas todavía de radicalismos territoriales, que no sociales, como los de JxCat. Quienes parecen contemplarlo con claridad meridiana son los siempre utópicos y entrañables dirigentes de la CUP, siempre fieles a su república.

Pero las tormentas de nieve no pueden disimular otras que se nos vienen como peligrosos aludes. Mientras las encuestas debilitan a Podemos y sitúan a Ciudadanos casi como alternativa al PP, que se ha puesto de los nervios, el afianzamiento de los partidos de la derecha, al margen de los nacionalismos, colocan a la izquierda tradicional en el banquillo de los reservas. Algo semejante les ocurría también a los socialdemócratas alemanes obligados a coaligarse, no sin crujir de dientes, de nuevo con la perenne Angela Merkel, obligada a ceder parcelas de poder con harto dolor. La izquierda liberal europea, de fríos inviernos cuajados de nieve, debería reinventarse, andar otros caminos, si llega a descubrirlos, o tratar con más audacia problemas nunca nuevos, reiterativos, que demandan ya soluciones más imaginativas. Con la nieve europea nos llega también el frío emocional, la decadencia de valores, el desencanto, asimismo, de una derecha herida por la corrupción y en la que aquí, Ciudadanos, intenta hurgar en la herida. Ya se cuidó Rivera de facilitar pactos y alejarse, al tiempo, de cualquier gobierno. La nueva derecha española alardea de carecer de pasado, salvo su inicial propósito antinacionalista, del que ahora extrae buenos réditos. Pero el antinacionalismo significa inscribirse al tiempo en otro nacionalismo español tradicional, ámbito que ha de compartir con formaciones aliadas. A Pedro Sánchez se le olvidó el federalismo en el transcurso del camino. El panorama político español sigue nublado y el frío imperante cuaja en la nieve que nos sepultará por poco tiempo. De la nieve al hielo faltan unos pocos grados.