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Nuestro paracaídas de cada día

La Razón
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El lector habitual sabe que, directa o indirectamente, relaciono esta tribuna con valores consustanciales a la profesión de las armas. Los años de experiencia, la constancia de errores y algunos éxitos asumidos a lo largo de una vida me permiten estas incursiones. Y es frecuente que algunos lectores me enriquezcan con sus comentarios, sus ideas, sus precisiones, incluso con sus críticas. Alguno de ellos hila muy fino respecto a fechas y a nombres; otros ponen en duda ciertas referencias históricas o frases atribuidas a determinados personajes. ¡Bien lo agradezco! Saben que no escribo solo para las «gentes de armas», sino para una sociedad alejada de una necesaria conciencia de defensa.

La bella historia de hoy me la cuenta uno de ellos, maestro en el arriesgado ejercicio del paracaidismo militar, consecuentemente con secuelas de sus largos años practicándolo, responsable durante largo tiempo de la seguridad en el aire de los miembros de la Brigada Paracaidista del Ejército de Tierra.

El capitán Joseph Charles Plumb (1942) pilotaba un F-4 Phanton embarcado en el portaviones norteamericano USS Kityhawk en plena guerra del Vietnam. A pesar de su constatada experiencia de vuelo y con 74 misiones de combate en su haber, un misil norvietnamita derribó su avión. Gracias al paracaídas de emergencia salvó su vida. Prisionero de los vencedores, pasó seis largos años cautivo. A su vuelta a los Estados Unidos, volvió al servicio activo llegando a pilotar un F-18 hasta su pase a retiro tras 31 años al servicio en la Navy. A partir de entonces, se dedicó a dar conferencias, relatando su dura aventura y sus experiencias.

Un día, casualmente, se cruzó con un ciudadano que le interrogó: ¿capitán Plumb? Sí. ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo sabe que me derribaron? ¿Funcionó su paracaídas? Si no hubiera funcionado, no estaría aquí.

Yo era quien los empacaba (en el argot paracaidista diríamos «quien los plegaba»), respondió el interlocutor.

Imaginen el abrazo y la relación de amistad que surgió desde aquel encuentro. Plumb se preguntaba repetidamente:¿cuántas veces en el portaviones me crucé con este hombre y nunca le di los buenos días? Yo era un arrogante piloto y él un simple marinero. Ahora pienso en las horas que dedicaba este hombre a preparar los paracaídas y la conciencia y responsabilidad con que hacía su trabajo. En plena guerra, bien sabía que muchos recurrirían al paracaídas como único medio para salvar su vida. Y lo hacía sin saber para quién concretamente, pensando en el bien de todos.

Plumb, que ha escrito dos libros sobre su última experiencia – «I´m no hero» con 32 ediciones y «The last domino»– cambió su discurso y comienza hoy sus conferencias preguntando: ¿quién empacó hoy su paracaídas? Reflexiona sobre la importancia de las personas que tenemos cerca y a las que muchas veces no consideramos, pero que nos pueden salvar la vida. «Necesitamos muchos paracaídas cada día», insiste. Unos físicos, otros emocionales, mentales o espirituales. Muchas veces seducidos por ambiciones o destellos mundanos perdemos de vista lo verdaderamente importante de nuestras vidas. Porque todos necesitamos de todos. A veces las cosas más importantes de la vida solo requieren acciones sencillas como una sonrisa, una mirada de agradecimiento o unas simples gracias. Un todopoderoso Phanton, el más sofisticado bombardero de entonces, se convertirá en chatarra ardiente en cuestión de segundos y toda una vida dependerá de unos sencillos cordones y una campana de seda.

Por supuesto, el tema merece una profunda reflexión. Y la experiencia del capitán Plumb ser tenida en cuenta. El héroe oficial, el condecorado con las más altas distinciones de su país, el que superó seis duros años de torturas físicas y mentales bajo un sofisticado y cruel régimen comunista, descubre un día que todo se lo debe a las manos responsables de un simple marinero. Por supuesto, también a una buena organización de sus Fuerzas Armadas que colocan con responsabilidad y eficacia a cada uno de sus miembros en el lugar y momento oportunos.

A esto debe responder una sociedad: a situarnos a cada uno –momento y lugar– donde mejor podamos servirla. Cuando falla esto, la sociedad se resquebraja. Pienso en los conductores de autobuses que tomamos cada día que merecen un buenos días o una sonrisa; en nuestros bien formados pilotos –grabada en mi mente como señal de seguridad, la imagen de la mano izquierda del copiloto posada sobre la derecha del comandante en el momento de requerir máxima potencia a los motores–; en el médico de urgencias que nos salva la vida tras un accidente cardiovascular; en el socorrista de una playa, en el arriesgado bombero que sube unas escaleras saturadas de humo o en el hombro querido que nos consuela ante la desgracia o el dolor. Muchas veces no recordaremos siquiera sus nombres.

Pero son los que empacan el paracaídas de nuestra vida.