Historia

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Pactisme

La Razón
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Ahora en que las masas lanzadas a la calle están falsificando la Historia es importante recordar las muchas aportaciones que Cataluña ha hecho a la construcción de esa Monarquía hispana cuya inauguración tuvo lugar precisamente en 1517 cuando al fallecer Fernando el Católico un solo príncipe Carlos hubo de asumir legitimidad sucesoria en todos los reinos que ahora pasaban a formar una Corona insertando definitivamente a Castilla León y Navarra. El título que databa de tiempos lejanos había sido ya propuesto por Ramón Berenguer IV y consolidado por Alfonso II con estas palabras: Corona del Casal d’Aragó. No se estaban refiriendo a territorios –como ahora a veces los historiadores confundamos al llamarlo Corona de Aragón–, sino a un linaje que ostentaba la «alteza» correspondiente a la soberanía. Cataluña ya en el siglo IX había tomado la responsabilidad de recobrar aquella Hispania perdida el 711 y por eso el primer título asignado a aquella porción de señoríos procedentes de la Tarraconense y Septimania fue el de Marca Hispánica. Creo que los catalanes tienen más razón que nosotros los asturianos para decir que lo demás es tierra conquistada. Es curioso descubrir así que el primer rescate de la Hispania perdida se hiciera precisamente en Cataluña.

Pero hay una segunda aportación que se sitúa incluso como consecuencia de esa Unión de reinos que caracteriza a la Monarquía española con gran vigor durante siglos y que pudo extender modos de vida y aportes culturales a una gran parte del universo mundo. ¿Qué dimensiones debía revestir aquella Corona que aseguraba la Unión de reinos? Fue precisamente en Cataluña en donde se pronunció la palabra decisiva, pactisme, que más adelante asumirían los monarcas. Entre el rey y cada uno de los reinos existe un pacto asegurado mediante juramento recíproco. Los reyes en España no fueron coronados ni consagrados como sucedía en muchos países europeos, sino proclamados y jurados por las Cortes. Es bien sabido que un juramento solo es válido cuando lo intercalan personas libres. Rey y reino afirmaban por tanto su recíproca libertad precisamente por medio de este juramento.

Entramos entonces en una segunda afirmación. El compromiso se refería a las normas legales definitivas que una y otra parte prometían cumplir y hacer cumplir. La primera, el Derecho romano heredado y que en todos los reinos se usaba como base partiendo del código de Teodosio II, aunque ajustado a las necesidades de cada tiempo. Los catalanes lo denominaban Usatges y en otras partes usos y costumbres y se calificaba siempre como libertad. De modo que las libertades, como en plural se prefería decir, dependen de que las leyes consideradas fundamentales se cumplan por ambas partes. Al consolidarse mediante ordenamientos esos usos y costumbres se otorgaba a estos el mismo valor que a las leyes rotundas que la Iglesia y el Imperio calificaban de «constituciones».

Ese término es el que ahora se emplea y que trató de introducirse en España en 1812 al tiempo que se ponía en marcha la palabra liberal. Rechazada aquella modélica Constitución de Cádiz, España entro en un siglo prolongado de guerras civiles que difundieron odio y resentimiento. Politólogos e historiadores trataron de hacer un repaso y de proponer también una solución. Esto es lo que pareció lograrse en 1978 contando no solo con el acuerdo de los partidos, sino sobre todo con la voluntad de la nación mediante un plebiscito. Quienes, profesando diversas ideologías, tomaron parte en esta restauración de la legitimidad se mostraron finalmente de acuerdo y prestaron el juramento necesario de aquella nueva Constitución que devolvía a los antiguos reinos su identidad marcando la convivencia entre el poder correspondiente al Estado y la administración que debe poner sobre todo su atención en los problemas que la naturaleza suscita a cada una de las regiones.

En esa Constitución que se acomodaba al modelo de Europa comprometiéndose también a hacer los ajustes necesarios para ayudar al crecimiento de ella fueron señalados desde todos los extremos del continente los grandes aciertos. España estaba dando un ejemplo de cómo es posible salir del autoritarismo siempre excepcional para entrar en la legitimidad. Se tenía en cuenta que la Monarquía es una forma de Estado exclusivamente europea de la que subsisten aún siete ejemplares que se acreditan en el orden y la paz interiores. Ese orden y esa paz es lo que los violentos de nuestros días pretenden destruir.

Con mayor claridad que en las anteriores se definía en esta de 1978 la dimensión que corresponde a la Corona que está dotada de autoridad y no de poder. Es la firma del rey la que en último término garantiza que se han cumplido las leyes en aquellos documentos que informan la vida pública. Al mismo tiempo se atribuye al monarca la función de advertir de los peligros que acechan tras el quebrantamiento de la legitimidad. Disponemos ahora de dos pruebas fehacientes: los discursos que cuidadosamente preparados pronunció Felipe VI en Madrid y en Oviedo respectivamente. No contienen ninguna clase de mandato, aunque sí una advertencia: existen en la actualidad sectores que llevan a cabo el desgarro y desobediencia de la Constitución. Que nadie se engañe al respecto: no es solamente España la que corre el peligro de romperse. El riesgo es todavía mayor en Cataluña.

La advertencia no puede ser más clara: como un padre que alerta a sus hijos en el momento del error don Felipe ha puesto el acento en este punto. Cualquiera que sea la solución que pueda darse dentro de la legitimidad constitucional que todos hemos jurado es importante impedir una de las consecuencias que se derivan de ese mal absoluto que es el odio. Cataluña está enfrentada a las consecuencias de una lucha interior. Hay que evitarlo. Necesitamos una sola Cataluña y no dos. Ni bigaires ni buscaires: el amor profundo arraigado en el reconocimiento que los españoles sentimos hacia el Principado reclama también sus derechos.