Sociedad
Religión y dignidad
Se habla en nuestros días de la Transición, añorada por algunos, denostada por otros, que incluso la descalifican como una rémora. En todo caso, no cabe duda de que dicho momento representa el comienzo de una etapa de consolidación de nuestros valores, la inauguración de una fase definitiva del actual Estado de Derecho. La etapa recorrida por los españoles entre 1976 y 1978 es incomparable a cualquier otra de nuestra historia, y culmina en la obra maestra irrepetible, en el pilar de nuestra convivencia que representa la Constitución.
Quizá uno de los más notables avances de nuestra primera Legislatura constitucional esté representado por la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, verdadero hito en la lucha por la ética pública. Pocos países han alcanzado una tolerancia tan cabal en materia de creencias. Según la referida norma, las convicciones no pueden erigirse en motivo de desigualdad, ni generar la más mínima discriminación. Para la referida ley, cualquier persona puede cambiar de fe cuando lo considere adecuado, sin cortapisas, sin tener que rendir cuentas ante nadie. Mientras dicha norma esté vigente, cualquier ciudadano podrá celebrar el rito matrimonial que desee, según sus convicciones. Cualquier persona podrá hablar de religión, debatir sobre ella, polemizar sobre los temas del espíritu, sin límite alguno. El Estado se compromete, por su parte, a facilitar la práctica religiosa en los ejércitos, en las cárceles, en los hospitales, en los centros de enseñanza. Sin embargo, hemos de reconocer que la sociedad española no ha consolidado un entorno de respeto hacia la religión, tan acabado como el que deseaban los legisladores. En cierto modo, ha habido un retroceso. Qué duda cabe de que el asalto a una capilla universitaria, en demanda de una supuesta independencia del saber respecto de la ideología, constituye un ataque a la libertad. Qué duda cabe de que la autoridad que no asiste a la celebración popular de la Semana Santa, pretextando neutralidad, muestra poco respeto de las tradiciones.
Por fortuna, en estos mismos tiempos, se ha consolidado un nuevo liderazgo para luchar por la dignidad. Ese combate es la nota del pontificado de Francisco, decidido continuador del camino recorrido por sus predecesores. El reciente documento «Amoris laetitia» es un ejemplo de la altura moral de su autor, que lo sitúa en la vanguardia ética de la humanidad. En dicho escrito se cita a Martin Luther King, cuyo pensamiento es insuperable: «...incluso la persona que te odia tiene algo de bueno... Incluso la nación que más odia tiene algo de bueno... La persona fuerte es la que puede romper la cadena del odio...»
Pero Francisco también cita a Mario Benedetti, el hijo ilustre de Paso de los Toros, un agnóstico notorio. Mi primera reacción al leer el documento, y encontrar la famosa cita del gran poeta, fue de sorpresa, que en seguida se transformó en admiración, ante la apertura del escrito apostólico. Francisco es capaz de ver luz en todos los ámbitos, de rescatar el bien de cualquier rincón del universo, de hacer suyo el entorno más distante. Claro que encontrar luz en la genialidad del escritor uruguayo no es difícil: «...Tus manos son mi caricia, mis acordes cotidianos...Te quiero porque tus manos trabajan por la justicia...».
Qué diferente la actitud de Francisco de la de algunos políticos actuales, que ocupan su tiempo en destacar aquello que nos separa, en lugar de tender puentes para andar un camino. Qué distancia respecto de quienes enfrentan a los españoles por sus creencias, sin pensar que las convicciones han vertebrado este país durante siglos, constituyendo el referente intelectual más poderoso, el perfil más acabado de nuestra identidad.
La defensa del bien jurídico que representa el sentimiento religioso exige el cumplimiento adecuado de la ley penal, que protege la libertad de creencias. Especialmente, debe exigirse el respeto de la Ley a los dirigentes, elegidos para cumplirla y hacerla cumplir, no para convertirse en sus más notables infractores. Pero la ley penal no es suficiente. Es necesario asumir una actitud positiva, que tienda a unir esfuerzos, asegurando la estabilidad política y moral, una actitud que puede encontrar en Francisco un ejemplo valiente, que debe ser tenido en cuenta.
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