Historia

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Se me ha pegado la lengua al paladar

Cuando los notables judíos fueron llevados por Nabucodonosor a Mesopotamia, ellos, envueltos en lágrimas y sin renunciar en modo alguno a su condición, entonaron el triste canto de que «se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti, Jerusalén»

La Razón
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La Unesco, por simple minoría, ha tomado una decisión que rompe siglos de Historia y afecta en cierto modo también a una de las condiciones esenciales de la cultura europea, negando a Jerusalén su calidad de judía. Esto supone nada menos que el rechazo a una significación que también para los cristianos resulta esencial. Pues desde su mismo origen –y hemos de acudir con preferencia a los profetas, ese judaísmo que se consolidaba reconocía en la «Ciudad de la Paz» la nota esencial de su existencia. Ello sin parar mientes en circunstancias políticas cambiantes. Cuando los notables judíos fueron llevados por Nabucodonosor a Mesopotamia, ellos, envueltos en lágrimas y sin renunciar en modo alguno a su condición, entonaron el triste canto de que «se me pegue la lengua al paladar si me olvido de ti, Jerusalén». Se iniciaba entonces el exilio que llevaría a los judíos en etapas sucesivas a todas las regiones del universo mundo. Pero en el fondo del alma estaban dominados por ese sentimiento esencial: Jerusalén es algo más que una ciudad. Es el símbolo de todas aquellas dimensiones de donde debe proceder la paz. Pecadores, también los judíos como tantos otros, han malversado el patrimonio llevando la guerra a su suelo. Así nos lo explican los autores de la Biblia y en especial Isaías y Jeremías. Apartarse de Jerusalén significa tanto como olvidar el orden moral del que depende, de modo absoluto, la existencia misma de las sociedades. El judaísmo lo entendía y lo entiende muy bien: no se trata únicamente de un suelo sino que es mucho más. Recuerdo en estos momentos a aquel gran e influyente amigo Samuel Toledano cuya lista genealógica se remontaba a 1492. Había escogido con empeño la condición civil de español pero había dejado dispuesto que sus restos a la hora de su muerte fuesen llevados a Jerusalén. Y allí se encuentran ahora. Cuando un cristiano, como yo, llega por primera vez a esa ciudad santa siente la alegría profunda de que «ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén». Y no puede olvidar la íntima vinculación de Jesús, nacido de la estirpe de David, con el judaísmo, cuyas normas no sólo mantuvo sino que vivificó. Durante siglos el judaísmo, apartado y gravemente calumniado, se vio obligado a vivir dentro de una nostalgia hacia Jerusalén. Ése fue curiosamente el camino adecuado para explicar las razones espirituales de un recurso que evitaba que pudiera pegarse la lengua al paladar. La Unesco debería haberlo tenido en cuenta –así lo advirtieron Alemania, Francia y otros países europeos– pues no hay daño mayor que privar a nuestro futuro de esos ejes que se perciben de una manera clara en el viejo himno cristiano: «Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la Casa del Señor”». Allí nació el cristianismo, cuyos primeros miembros fueron absolutamente judíos. Daño muy grande, insistamos. Pareció a punto de enmendarse en 1947. Pero de nuevo esa llamada universal restauradora parece haber sido condenada al olvido. Las tentaciones iniciadas en el siglo XIII en los medios cristianos y que llevarían a los dos valores opuestos a lo que Jerusalén significa, odio y violencia, han sido finalmente disipadas por el Concilio Vaticano II. Y ahora el Papa y el gran rabino se reconocen a sí mismos como participantes en la lucha para conseguir las dos metas que el nombre de Jerusalén lleva consigo: paz y alegría. Es algo en lo que insiste el Papa Francisco I continuando una tarea que ya iniciaron sus antecesores con el mismo calor. Todos debemos, sin tener en cuenta diferencias, defender el judaísmo de Jerusalén pues en él se apoya un patrimonio que sigue siendo necesario. Sin el legado espiritual que mana a chorros desde la ciudad santa, los problemas que el materialismo polifacético ha puesto en marcha acabarán venciéndonos. Cuando en la Prensa leí la noticia de la decisión tomada por la Unesco, sentí, de hecho, que había llegado la hora en que se pegaba la lengua al paladar.

En 1263, cuando las ondas del antijudaísmo se extendían veloces por Europa, atizadas de manera especial por algunos, conversé que, de este modo justificaban su postura, Jaime I que mostraba mucho interés en defender la coexistencia, reunió en Barcelona una especie de conferencia en la que judíos y cristianos pudieran exponer su argumentación. Se hizo evidente la voluntad del soberano aragonés de seguir contando con la colaboración de los judíos, que desempeñaban papel importante a su juicio. Entre los asistentes se hallaba un maestro de gran calidad apellidado Nahmánides. Es una pena que la Unesco no pudiera escuchar sus palabras y del mismo modo que los esfuerzos que se hacían para encaminar Europa al antisemitismo resultaran a la larga inútiles. Nahmánides le explicó al rey, en conversación privada, su juicio. Es mucho el agradecimiento que los judíos os debemos por las leyes que durante siglos han permitido la supervivencia y la maduración del judaísmo, que sabe muy bien que su futuro depende de que siga conservando y desarrollando el orden moral. Pero tengo grandes dudas de si un judío no se halla en pecado si no desea vivir en Jerusalén.

Y así lo hizo él. Emprendió el largo viaje hacia una ciudad que padecía aún los enfrentamientos entre cruzados y musulmanes. Y murió asesinado porque le confundieron con uno de los caballeros de la cruz. Profunda lección que no debería olvidarse. Los grandes políticos de nuestros días deberían aprender la lección. Jerusalén es el gran regalo que procede el judaísmo al que pertenece. Pero resulta imprescindible que se cumpla su nombre. Paz en el encuentro entre todos aquellos que buscan la alegría en el amor.

Cierro con un dato que me ha llamado la atención. El 31 de octubre, Mariano Rajoy renovaba su juramento como presidente del Gobierno. Hizo que en la mesa pusieran tres instrumentos: un crucifijo, un ejemplar de la Biblia y otro de la Constitución. Pues bien el Libro Santo muy significativamente estaba abierto por los Números y no por los Evangelios. Números es precisa referencia a los que se estaban conformando en torno a Jerusalén.