Joaquín Marco

Tiempo de espera o desesperanza

La Razón
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Resulta difícil vivir en Cataluña y lograr sustraerse a una aceleración histórica que ocupa las primeras páginas de los periódicos –y no sólo los españoles– un día tras otro. La democracia es un sistema político de convivencia, cuya naturaleza intrínseca, es el aburrimiento. Antes se decía, para caracterizarla, que era aquella forma de vida en la que cuando sonaba el timbre de la puerta por la mañana era el lechero, parafraseando la costumbre estadounidense. Aquí nadie llama el timbre, ni tampoco vale ya aquella canción de Maria del Mar Bonet que se preguntaba, en años de persecución política: «¿Qué quiere esta gente?» y que se cantó en la última manifestación contra la detención de los Jordis y contra un 155 recién desarrollado. Vivimos semanas históricas decisivas una tras otra y todo ello acaba haciendo mella en sociedades divididas. Mienten quienes aseguran que estas cuestiones políticas no perjudican los recovecos familiares, no producen roces, enfrentamientos, silencios cómplices y ausencias. Se ha logrado, gracias al activismo imparable de unos y a la inactividad de otros, que acabe planeando cierta angustia. Se requeriría la asistencia de una legión de psiquiatras de masas –de existir– que lograran devolvernos un cierto equilibrio emocional y que pudiera entenderse como serenidad. Cada quien ya lleva a sus espaldas la pesada mochila que la vida personal le ha ido cargando y, dada brevedad de nuestra estancia planetaria, convendría no superar las emociones. Sería oportuno finalizar con la exhibición visceral de banderas, porque guardadas en el rincón elegido del hogar resultan más útiles y eficaces.

Los múltiples problemas catalanes y su radicalización han despertado en paralelo el nacionalismo latente en parte del resto de España. El inapropiado lema: «aquí no se venden productos catalanes» aparecido en algunos supermercados es más que una provocación, porque algunos se elaboran en otras autonomías, producen puestos de trabajo y una cierta riqueza compartida. Por otra parte, la labor de conjugar mentalidades –no tan distintas como quieren hacernos creer– entre los catalanes y el resto de los españoles no podemos dejarlo únicamente en manos de malos políticos. Si estamos atravesando, aunque se exagere, una situación prerevolucionaria que no sabemos dónde conduce, es fundamental que la opinión pública asuma que cualquier radicalismo puede acabar en una tierra yerma, de nadie. Si Caixabanc, como notificó, traslada definitivamente no sólo su dirección postal sino su sede a Valencia parece indicar, contra lo que se suponía, que el aislamiento de Cataluña va a ser largo y las inclemencias duraderas. ¿Nos hallamos todavía en tiempo de espera? Si no hay otros quiebros todo parece indicar que hemos avanzado en la desesperanza. Pocos dudan de que las medidas del tan reiterado 145 puedan convertirse en camino de espinos. Una sociedad dividida no va a superar el trance ni siquiera con unas elecciones y Cataluña posee entidad poblacional y económica suficiente para hacer tambalear el crecimiento económico del país e incluso desestabilizar otras zonas de la Unión. La BBC, en colaboración con La Vanguardia, no elaboraría un complejo reportaje a menos que entendiera que su difusión va a superar a su público habitual británico. Cataluña ocupa la atención mediática. No se valoraron a tiempo las amenazas que ya sobrevolaban, pero hay remedios traumáticos que pueden ocasionar riesgos difíciles de predecir.

La política catalana la han transformado en una mala partida de póker. Cada jugador esconde sus cartas o lanza continuos «faroles» para que su contrincante arriesgue en apuestas desazonadoras. Pero todo ello se mueve en ámbitos que Marx calificaría como superestructuras. Lo que puede llegarnos a los ciudadanos de a pie puede suponer –y de hecho cabe ya advertirlo– un enorme retroceso en el progreso, convivencia y estabilidad de los valores democráticos. Unas nuevas elecciones hubieran podido, pese a las declaraciones de algunos líderes del PP, detener la aventura de un 155 que es difícil entender como proporcional. Tal vez no pueda ser de otro modo, pero los catalanes, que desde hace décadas optaron por el victimismo, sumarán otro agravio más atribuido al omnímodo poder centralista. La espera de noticias contradictorias y escasas esperanzas hacen buenos aquellos versos de Jaime Gil de Biedma, de hace ya más de medio siglo, en los que consideraba que la historia de España siempre terminaba mal. Se ha rememorado en estos días la llegada del President Tarradellas a Cataluña y su capacidad para disimular diferencias con el Gobierno de Suárez. Ahora los tiempos son otros y la sociedad catalana ha corrido libre y con frenos. Los jóvenes desean mayores claridades, más sinceridad. Tarradellas tuvo siempre las espadas sobre su espalda. Todo fue adquiriendo un color grisáceo que cuajó el pujolismo pactista. El independentismo es épica, lo que menos conviene, a mi entender: hay que optar siempre por la lírica. Lo que Cataluña requiere es interiorizarse, adecuarse a este nuevo incógnito siglo XXI de la globalización. Hay quienes advierten tras los movimientos independentistas la mano de Putin que mece la cuna con sus no descartables conjuras. Somos globales y los EE.UU. siguen ensimismados con su Trump empeñado en tuits provocadores, encerrado en sus juegos predilectos. Poco puede esperarse de una Unión Europea que no cumple los compromisos adquiridos, aunque observe, por si acaso, atentamente a Cataluña y declare en público su apoyo a Mariano Rajoy. Cualquier opción serviría para retrasar los problemas de fondo de hace siglos. Se hubieran necesitado estadistas imaginativos con amplia visión, aunque parece que nos adentraremos en ámbitos desconocidos.