Literatura

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Tienda de antigüedades

La Razón
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Un día, al pasar por una tienda de objetos antiguos en busca de un libro que un amigo había descubierto allí, veo en el escaparate, un gorro militar creo que ruso del siglo XVIII, realmente admirable y, aunque el anticuario no sabe nada acerca de él ni es cosa de andar con consultas, le digo que sólo tenía curiosidad, y que en lo que pensaba al verle era en los militares tolstoianos de «La guerra y la paz», y también, con inevitable melancolía, en los lugares donde van a parar a veces los libros y ropas u objetos a veces muy sentimentalmente cercanos o significativos. Así que, de repente, me acuerdo de lo que cuenta Julien Green acerca de haber encontrado en una tintorería de Varenne el uniforme de la Academíe Française a la que perteneció a Abel Bonnard, y de la que fue expulsado de ella «por una admiración excesiva a Alemania», según explicaba J. Green, aclarando que Bonnard «era de los que no están hechos para vivir en horas en que la Historia da un vuelco», y no hubo sitio para él en el mundo. Se refugió en España y aquí murió en un convento madrileño.

En este caso, el vuelco de la Historia era político y literario, pero así ha sido siempre la suerte de quien no sabe, o no puede hacer los necesarios cálculos para estar en el momento y lugar adecuados. Pero no deja de ser «curioso» que, cuando Bonnard entró en lo que se llama «la vida literaria», lo hizo triunfalmente como «el nuevo Voltaire». Aunque luego fue evidente que no tuvo las habilidades necesarias que aquel ilustrado señor tenía para quedar siempre arriba, como el aceite en el agua.

Pero recuerdo también, a propósito del destino de Abel Bonnard, otros varios menos dramáticos y, a la vez, casi chuscos. Recuerdo muy bien la protección policial que se veían obligadas a tener las librerías, a las que el autor de «Un millón de muertos» iba a ir a firmar ejemplares. Y el fundado temor era a un ataque muy repetido de grupos violentos para los que esta novela aparecía como algo intolerable, y esto debían pagarlo los libros o la persona del autor. Y lo chusco fue que, desde esa fecha a muy pocos años después, el autor dejó de ser escritor o novelista y de tener existencia pública, porque quienes dirigían igualmente la industria nacional y el pensamiento de correcto – de los que no pocos ya eran inquisidores literarios de otro color en el pasado– decidieron que tenía lepra política, debía desaparecer de la literatura, y le quitaron la cédula, como a otros.

Y algo así ha pasado ya muchas veces, demasiadas, y no hace falta que nos vayamos a los edictos de prohibición o a los expurgos de libros, en los se tachaban hasta los nombres propios.

Porque aquí, entre nosotros, tras un «Índice de Libros prohibidos» los prohibidores, pueden verse prohibidos junto a los autores prohibidos y éstos convertidos en inquisidores, y familiares del Santo Oficio de la Libertad, porque estas paradojas y hasta oxímoros fueron muy nuestros desgraciadamente, y al parecer reverdecen, porque en este país nuestro del alma las cosas no pasan, sino que se enquistan. O, como decía uno de los personajes de «El zapato de raso», de Paul Claudel que deseaba siempre novedades, pero que fueran las mismas que las antiguas, y quizás nosotros también lo deseamos ahora. Pongamos por caso, mimetizando en el presente la confusión del Cádiz de Clara-Rosa y de la Pre-Constitución, o los trágicos y ovejunos años treinta del siglo XX, en los que España fue como una moneda, pero en la que la cara quería que la cruz se borrase, o a la inversa. Y, así las cosas, cuando Don Miguel de Unamuno, recalcó que no hay moneda sin cara y cruz, ni nación sin unos y otros, alguien le hizo advertir que es certísimo pero que en España parece asunto incomprensible.

¿Y ya lo hemos comprendido?