José Luis Requero

Tiranos y vientres de alquiler

La Razón
La RazónLa Razón

Ciudadanos propone regular la maternidad subrogada, es decir, los vientres de alquiler, para que esos embarazos de encargo sean desinteresados, no mercantilizados. En estas páginas Juan Ramón Rallo ha escrito que esa iniciativa es innecesaria porque, dice, allí donde se regula las mujeres que prestan su útero no son unas indigentes en busca de dinero: son clase media, casadas, cristianas, universitarias y lo hacen por altruismo, por empatía hacia parejas sin hijos. Y concluye: la gestación subrogada es un acto de amor y «no hay ninguna razón moral para prohibirla». Discrepo tanto de Ciudadanos como de Rallo. Objeciones y en concreto morales las hay y numerosas, sencillamente porque las personas somos seres racionales y a diferencia de otros seres vivos ni funcionamos sólo a base de instintos ni vegetamos.Nuestra conducta es moral y cuando se trata de técnicas de reproducción humana asistida, y una variante es la maternidad subrogada, hay que tener finura para captar su moralidad, más fortaleza e interés para asumir sus exigencias. En fin, esa finura es exigible al menos para que no perjudique a la madre, ni a quien parece ser un convidado de piedra en todo esto: ese futuro hijo cuya dignidad está concernida. Así cuando el líder de Ciudadanos enmarca su iniciativa en algo más ambicioso como es regular «los nuevos modelos de familia...para que nadie se quede atrás» pregunto, le pregunto: ¿concibe algún limite? y si lo tiene, ¿con qué fundamento? Evitar la mercantilización será loable, pero aconsejo leer el reciente informe de la Comisión de Bioética, que razona que esa desinteresada subrogación es la antesala de su efectiva comercialización, que no hay una cesión altruista del cuerpo para –ojo al dato– embarazarse, ahí es nada; quizás confundir un embarazo –y por encargo– con un voluntariado sea porque se ve con ojos masculinos, de ahí la ligereza de tildarlo de «acto de generosidad».

Y es que hay mucho que reflexionar en todo esto.Por ejemplo, en general, qué significa que para que nazca ese concreto hijo acudiendo a esas técnicas artificiales haya que destruir otros embriones humanos, es decir, lo que él fue y todos hemos sido, un embrión; o si es digno que haya miles de embriones humanos cosificados, o sea, crioconservados; o si en la maternidad subrogada ese niño no sepa por definición quien es, al menos, su madre; o si es admisible que sea un niño-trofeo, que venga al mundo como logro del lobby gay –gran beneficiario de la gestación subrogada– para homologar su «modelo de familia».

Pero frente a las objeciones morales surgen los sentimientos y deseos; no los rechazo, pero constato que pueden ser verdaderos tiranos si no se embridan. La historia lo evidencia: ante los deseos de descendencia, los sentimientos exigen satisfacerlos aun a costa de la dignidad de mujer e hijos; ante un embarazo no deseado o simplemente descuidado, exigen «interrumpir» la gestación; ante la obviedad de que el matrimonio es heterosexual, reclaman el homosexual; ante un enfermo o impedido extremo, exigen su «muerte digna»; ante un adulterio, apelan a que «el amor se acabó».

Pero la moral no es un diktat de rancios teólogos medievales: está en nuestra naturaleza, pudiendo hablarse de una ecología humana. Desde nuestra libertad podemos ignorarla pero esto no sale gratis: si la destrucción de un ecosistema es una catástrofe, otro tanto le pasa al ecosistema humano, su hábitat moral; en fin que veo a la psiquiatría como una profesión con mucho futuro porque alguien tendrá que ocuparse de los restos que van dejando esos tiranos, sin olvidar las imposiciones de la ideología de género.

Acabo. Los sentimientos por alcanzar alcanzan hasta lo territorial, donde el nacionalista ahoga la voz de la razón y pervierte la Historia o en lo jurídico, donde el populismo pervierte el derecho de propiedad ante la «okupación». Hoy lo sentimental tiene la complicidad del pensamiento débil, líquido, del relativismo moral, político o jurídico. Y sorprende que una sociedad que se atiborra de normas de calidad, que exige cada vez mayores niveles de profesionalidad o formación, en cambio admita la indigencia en lo moral, eso sí, una penuria camuflada a base de «para mis»: un cóctel pseudoético con ignorancia y petulancia como ingredientes.