Aquí estamos de paso

La verdad del corazón

Les escuece que un vasco como Oyarzabal pegue un punterazo que vale un campeonato

El nacionalismo cerril y ultramontano se cura con el fútbol, oiga. Todo el nacionalismo. Se la tienen que tragar doblada los españoles de la pura raza con la celebración de triunfos de dos hijos de la inmigración, como tantos españoles, pero éstos más acentuados porque son de otra raza, de otro color. Y se la embuchan también los abertzales del «boikot» a España con las celebraciones callejeras en la Euskadi indepe, similares a las de la Cataluña de la ensoñación, que salieron como alfombra roja a celebrar que la selección española de fútbol había ganado el campeonato de Europa, gritando en la calle una euforia compartida y real, con mucho ardor, convicción y en cantidades muy superiores a las de las conmemoraciones de sus fechas históricas de mentirijilla o sus hitos raciales tan ciertos como la falsa moneda. Como dijo alguien ayer en una red social desde la Cataluña desconcertada, los chavales prefieren celebrar una victoria real que apuntarse a victorias soñadas e imposibles.

Debe ser duro que seas indepe y vivas en un barrio o un pueblo indepe y tengas que escuchar cómo la mayoría de tus vecinos se revelan en la intimidad como incontenibles celebrantes de la victoria española. De España con eñe y sin fronteras forzadas. Primero, porque la alegría del adversario (disidente, en términos nacionalistas) es siempre molesta. Pero, sobre todo, porque desnuda una realidad que se niegan a reconocer. Y es que lo suyo es filfa, invento, creencia falsa y, en el peor de los casos, que está también ahí, imposición. Les escuece que un vasco como Oyarzabal pegue un punterazo que vale un campeonato. Pero les duele aún más que su pueblo, ese al que pintan subyugado, sometido, víctima de un estado opresor, celebre algo tan propio y auténtico como una victoria en fútbol de los que representan (se quiera o no, eso es así) a ese estado (léase país) porque llevan su alma y su emoción en las botas cuando juegan. Concita más apoyos la selección de los que pudiera soñar cualquier partido, tiene más audiencia la final (Cataluña y País Vasco incluidos) que cualquier otro programa en la historia de la tele.

Viven en la mentira, navegan en un sueño pobre e imposible, y siguen pretendiendo imponérselo a los demás argumentando que ese nacionalismo, esa ensoñación falaz, es la que alberga la mayoría sus compatriotas. Pero llega la selección y rompe la pompa como el niño que pincha sin pretenderlo las que otro amiguito tanto se afana en conseguir soplando el agua enjabonada. Es mentira, es una burbuja envuelta en una película transparente que refleja el mundo ideal que sólo sienten ellos, que sólo quieren ellos, al que sólo ellos aspiran. Que serán muchos, pero, visto lo visto el domingo, no parecen representar un sentir mayoritario. En los momentos de verdad, cuando habla el corazón, es cuando las cosas se aclaran y las verdades florecen. El tipo que celebra la victoria de España con una ikurriña en el balcón es mucho más español de lo que cree. Es, en realidad, español aunque no lo sepa.

Mañana volverán a guardar las banderas, volverá a imponerse el silencio. Volverán los independentistas y el nacionalismo a vender su mercancía. Pero la huella de lo del domingo quedará. Y cuando llegue el mundial, que se preparen de nuevo. Volverán los cánticos, volverán las celebraciones. Volverá la gente a animar a su selección. Y para escarnio de puristas y canceladores del patrioterismo, a celebrar su victoria, si ésta llega, con la sincera convicción de las hazañas propias. Porque la Roja es su Selección.