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Tribuna

Votos particulares

Desautorizar una decisión porque haya un voto particular es un dislate o –ya con miras políticas– un intento por enhebrar un falso relato

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Hace unas semanas el presidente del Gobierno padeció un durísimo tercer grado en la televisión pública. Salieron a relucir los casos judiciales que le afectan, de ellos el procedimiento contra el Fiscal General del Estado. No era para menos: pocos días antes el Tribunal Supremo confirmó lo que los castizos llaman «sentar en el banquillo», o sea, su procesamiento por haber indicios de que ha delinquido.

No voy a entrar ni en los intríngulis de esa causa ni en su impacto político. De lo que dijo el presidente del Gobierno para seguir confiando en un Fiscal General, ojo, procesado, reparo en que apeló al voto particular de uno de los integrantes del tribunal que confirmó el procesamiento. Pero tampoco entraré en el contenido de ese voto particular.

Entonces ¿de qué hablaré?, pues de eso, de ese «producto procesal» menor, pero interesante, tanto para hacer pedagogía judicial, como para algo que ahora, más que útil, es ya necesario si se quiere entender una crónica política tan judicializada. Me refiero a la figura del voto particular. E imagino que incluso los no avezados en temas jurídicos captarán lo que es: es aquel con el que el miembro de un órgano colegiado, que disiente del parecer mayoritario, expone y hace pública su discrepancia.

Dicho esto, podría acabar ya este artículo, pero diré algo más. Fíjense que he dicho «órgano colegiado», luego votos particulares puede haber tanto en tribunales como en órganos administrativos, pero me centraré en lo mío, en los tribunales. Lo primero que nos muestran son los frutos de la colegialidad: lo que un tribunal decide no responde al parecer de uno de sus integrantes –el ponente–, sino de todos sus miembros, aunque uno discrepe y lo exponga en su voto particular.

Esto es importante porque al informar de resoluciones relevantes o polémicas o con alcance político, la prensa suele jibarizar al tribunal para decir que la decisión es por obra y gracia exclusiva del ponente, cuando es de un órgano colegiado y el ponente es el que redacta. Por tanto, que haya voto particular muestra que en un tribunal no hay trágalas, que para decidir se discute, hay debate, luego no es raro que haya un parecer mayoritario y otro minoritario.

Si se entiende lo que acabo de decir se deducirá que desautorizar una decisión porque haya un voto particular es un dislate o –ya con miras políticas– un intento por enhebrar un falso relato: aun con voto particular, el discrepante es minoría y lo que cuenta es lo que piensa y resuelve la mayoría. ¿Es mejor la unanimidad? Pues sí, y una decisión unánime tendrá más peso, pero por haber votos particulares no por ello nace débil.

Con todo, la historia de los votos particulares no es pacífica. Hay quienes piensan que la discrepancia podrá ser, desde luego, inevitable por las complejidades de cada caso, pero no debería hacerse pública, porque –dicen– desautoriza la decisión mayoritaria. Este prejuicio no es nuevo y ya en 1887, al debatirse la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa, se dijo que las sentencias con voto particular llevan «estrambote». En aquel lejano debate se afirmó que admitir su publicidad «es proclamar la anarquía judicial. Esos embriones de sentencia serán, a no dudar, corteses en la forma, pero en el fondo llevarán la intención de hacer trizas los fallos que les preceden».

Hoy día los votos particulares están asumidos y son relativamente frecuentes. Su utilidad la hemos visto, por ejemplo, en los presentados a las sentencias del Tribunal Constitucional sobre los ERE, que han servido para llevar el asunto al Tribunal de la Unión Europea y, seguramente, el emitido contra el procesamiento del Fiscal General se empleará por su defensa aunque, en puridad, no revele un parecer inédito. Cosa distinta es invocarlos como si de sentencias se tratasen.

Para el debate jurídico son útiles y más allá de lo jurídico, ya en el terreno de la política, bien que lo ha aprovechado el presidente del Gobierno para salir del paso en esa implacable entrevista televisiva. Política aparte, a efectos judiciales evidencian, como digo, los términos de un debate y ya en casos extremos, sirven para salvar la responsabilidad del discrepante. Lo preocupante sería que un juez fuese incontinente en su emisión o frecuentes en un tribunal, y censurable emitirlos para figurar, desahogarse o criticar a los otros jueces y no redactarlos como la resolución que pudo haber sido y no fue.

El voto particular es un tributo al principio de publicidad. En lo penal fue una reacción frente a un proceso inquisitorial y secreto y en el contencioso-administrativo, un tributo a procesos en los que se ventilan cuestiones de interés público, razón por la que es positivo que se sepan todos los pareceres. No por ello pierde autoridad lo decidido por la mayoría, que es lo que cuenta.

José Luis Requero, es magistrado del Tribunal Supremo