Religión
Más que un profeta
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina de este IV domingo del tiempo ordinario
La vocación del profeta es grande y riesgosa. Su misión viene de Dios, y por eso habla en nombre del que le ha llamado y enviado. Y como muchos creen ya conocer a Dios sin vivir una relación profunda con Él, el mensaje de aquel puede ser chocante y suscitar rechazo y persecuciones. Esto es lo que le sucede al mismo Cristo al presentarse como el Ungido de Dios ante la gente de su propio pueblo:
«En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es este el hijo de José?”. Pero Jesús les dijo: “Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún”. Y añadió: “En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino» (Lucas 4, 21-30).
Cristo es más que un profeta, porque es el Hijo de Dios, tan distinto a nosotros. Por eso su mensaje choca aún más contra los acomodamientos que hacemos de la palabra siempre nueva y creativa del que es mucho más que nuestras pequeñas comprensiones. Él ve y va siempre más allá, impulsa y desafía, saca de la comodidad y cuestiona el sentirse demasiado seguro de sí mismos. Ante esta verdad, es necesario que nos preguntemos cómo recibimos
la palabra siempre nueva y creativa de Dios. ¿Estoy dispuesto a cambiar mi vida, estructuras y acomodamientos a partir de ella?
Jesús señala que donde menos se reconoce al profeta es en su propia tierra. Se refiere a su entorno familiar y social, pero también puede ser el mismo interior de la persona, que debe convertirse para vivir con coherencia el mensaje que Dios le impele a comunicar. Los paisanos de Jesús miran su pasado, sus etiquetas y prejuicios sobre él, sin abrirse a la novedad de Dios que siempre puede sorprender. Esta actitud puede acabar ahogando el Espíritu y frenando la profecía. La fuerza de Dios queda estéril en una tierra así. En nuestro caso, esta tierra pueden ser nuestros familiares, amigos y los que creen conocernos mejor. Bajo la aparente buena voluntad de evitarnos problemas, nos desaniman a arriesgarnos, a mirar más allá y luchar por valores más elevados, a transformar nuestra propia persona y nuestra historia. Son los que desconfían de nuestra propia conversión y llamada a una misión. Prefieren que siempre seamos iguales, en vez de ayudarnos a que siempre seamos mejores. Tengamos cuidado con que estos mensajes no nos detengan en nuestro avanzar hacia la plenitud de nosotros mismos y nos impidan comunicar esa palabra única que Dios pone en cada uno. A la luz de esta realidad, reflexiona sobre quiénes te frenan y te impiden mejorar. No les reproches, pero ve más allá de esas limitaciones, y disponte a dar lo mejor de ti con humildad y alegría.
La propia tierra también se refiere a nuestra propia mente, a esa voz interior que muchas veces también nos limita y detiene con pensamientos del tipo: “Siempre he sido así”, “Pero es que yo...”. Estos son mensajes que nos llegan desde nuestras heridas y miedos, que bloquean la acción del Espíritu y nos impiden vivir en su libertad. Pero Dios quiere y puede sanar todo ello. Por eso no nos centremos en esos límites, sino en la gracia que Él nos da para superarlos. Acallemos la voz de ese “saboteador interior”, y ante cada mensaje suyo, recordemos las palabras del Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me fortalece” (Filipenses 4,13), “Es cuando soy débil que soy fuerte, porque la fuerza de Dios se manifiesta en mi debilidad” (2Cor 12,20). Por eso, en un momento de silencio dialoga con tus propios miedos y frenos. Acéptalos con paz, pero sobre todo acepta la gracia de Dios que te ayuda a superarlos. Como san Pedro, dile
con esperanza al Señor: “Ya lo he intentado muchas veces y no he logrado nada, pero confiado en tu palabra, echaré las redes” (Lucas 5, 11).
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