Religión

Cuestión de proporciones

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

Ascensión del Señor
Ascensión del SeñorJosé Miguel Míguez Rego

Lectio divina de este domingo de la Ascensión del Señor

Lo había recapitulado todo. Había puesto todo en orden. Había manifestado la cercanía de Dios a la humanidad, había congregado una Iglesia y la había santificado con su total entrega en la cruz. Venció el mal y la muerte con su resurrección y se hizo ver por los suyos para llenarlos de fe. Ahora toca que Cristo revele el lugar de cada uno, la proporción que corresponde entre lo humano y lo de Dios. «Levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo» (Lucas 24, 50-51).

El cielo es esa realidad que nos atrae y fascina, a la vez que nos sobrepasa y no podemos abarcar. Por eso el ser humano tiende a señalarlo como la morada de Dios, que nos llama hacia Sí, al mismo tiempo que nos trasciende. De ahí que la ascensión de Cristo al cielo revele su más propia identidad. Él ha venido aquí, pero pertenece allá; se ha acercado a nosotros, pero no para que nos quedemos por siempre en lo terreno, sino para ampliar nuestro horizonte hacia lo eterno. Para alcanzarlo hemos de recorrer y anunciar en esta tierra, como lo hizo él mismo, los caminos del reino de los cielos.

«Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lucas 24, 52-53). Cuando Dios ocupa su lugar, en consecuencia el hombre ocupa también el suyo. Y el lugar que le corresponde es el de la adoración y el anuncio. De esto se trata la adecuada proporción entre lo divino y lo humano: Dios es más, y nos llama hacia Él; nosotros aún no hemos crecido del todo, y le necesitamos para alcanzar nuestra realización. Para lograrla, hemos de reconocer nuestra pequeñez y adorar su grandeza, a la vez que le hacemos amar por muchos más, anunciando su compasión y la salvación que Él nos ofrece.

¿No son acaso las excesivas ambiciones de los seres humanos las que causan su infelicidad? ¿No es la soberbia de pretender dejar de lado a Dios lo que ofusca a las personas en una existencia autolimitada, descomprometida e insensible? ¿No es acaso el apego a lo terreno lo que hace perder la perspectiva de lo trascendente? Sobre todas estas cosas se eleva Cristo y nos invita a elevarnos con él, dirigiendo nuestra mirada hacia aquellos que esperan el anuncio de las maravillas que Dios ha derramado sobre este mundo. Porque con su ascensión Cristo ha hecho entrar nuestra naturaleza humana en el ámbito de lo divino, nuestra realidad de criaturas en el abrazo del Creador. A nosotros nos corresponde, por tanto, adorarle como se merece, viviendo según lo que nos manda y dando testimonio del horizonte abierto por el único que salva al ser humano en su integridad, recibiendo de él la gracia que nos hace verdaderamente grandes: su Espíritu de santidad.