Historia

Córdoba

«Aprendí en el colegio a privarme de cosas para dárselas a los pobres»

LA RAZÓN reproduce una carta inédita que Bergoglio escribió al padre Cayetano Bruno en 1990 y que publica «L'Osservatore Romano»

FRANCISCO fue alumno en el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Esta imagen data de 1949.
FRANCISCO fue alumno en el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Esta imagen data de 1949.larazon

Acabo de terminar la relación de mis recuerdos sobro el P. Enrique Pozzoli. Ahora quiero completar mi promesa de escribirle algunos recuerdos de mi contacto con los Salesianos, tal como habíamos quedado. Y comienzo con una anécdota un tanto volteriana. En 1976 mudamos la Curia Provincial a San Mi­guel. Comenzaban a llegar vocaciones nuevas y parecía convenien­te que el Provincial estuviera cerca de la Casa de Formación. Se volvió a reestructurar el programa de estudios: 2 años de ju­niorado (que habían desaparecido), la filosofía separada de 1a teología volvió a imponerse supliendo el «mejunje» de filoso­fía, y teología que se había llamado «currículum» en el que se comenzaba estudiando Hegel (sic!). Estando en San Miguel vi las barriadas sin atención pastoral; eso me inquietó y comenzamos a atender a los niños; los sábados a la tarde enseñábamos catecis­mo, luego jugaban, etc. Caí en la cuenta de que los Profesos tenía­mos voto de enseñar la doctrina a ni niños y rudos, y comencé yo mismo a hacerlo junto a los estudiantes. La cosa fue creciendo: se edificaron 5 Iglesias grandes, se movilizó organizadamente a los chicos de la zona... y sólamente sábados por la tarde y domin­go a la mañana... Entonces vino la acusación de que ése no era un apostolado propio de jesuitas; que yo había salesianizado (sic!) la formación. Me acusan de ser un jesuita pro-salesiano, y quizás esto haga que mis recuerdos sean algo parciales... pero me quedo tranquilo porque mi interlocutor de este instante es un salesieno pro-jesuíta, y él sabrá discernir las cosas.

No es raro que hable con cariño de los Salesianos, pues mi familia se alimentó espiritualmente de los Salesianos de San Carlos. De chico aprendí a ir a la procesión de María Auxiliadora, y también a la de San Antonio de la Calle Mé­xico. Cuando estaba en casa de mi abuela iba al Oratorio de San Francisco de Sales (mi encargado allí era el actual P. Alberto Della Torre, capellán de aviación). Por supuesto que soy hincha de San Lorenzo (faltaba más) y hasta hace poco conservé una «His­toria del Club San Lorenzo» escrita por el P. Mazza (según creo): se la mandé de regalo a Don Hugo Chantada, periodista católico de La Prensa, hincha furibundo de San Lorenzo. Él la tiene. Des­de chico conocí a los famosos Padres confesores de San Carlos: Montaldo, Punto, Carlos Scandroglio, Pozzoli. Y desde chico tenía en las manos la «Instrucción Religiosa» del P. Moret. Nos habían enseñado a pedir «la bendición de María Auxiliadora» cada vez que nos despedíamos de un Salesiano.

Pero mi experiencia más fuerte con los Salesianos fue en el año 1949, cuando cursé como interno el sexto grado en el Cole­gio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Era Di­rector el P. Emilio Cantarutti; Consejero el P. Plácido Avilés; Catequista, el P. Isidoro Holowaty; Prefecto el P. Isidro Fueyo. En la Administración trabajaba el Coadjutor Sr. Fernández. De los clérigos me acuerdo del Sr. (Leonardo o Leandro) Cangiani y Rubén Veiga. Entre los Padres mayores estaban los PP. Usher, Lambruschini, Cingolani, etc. Me cuesta hacer una descripción par­cial de diversos aspectos del Colegio, simplemente porque muchas veces he reflexionado sobre ese año de vida y, poco a poco, se fue configurando la reflexión de conjunto, que es la que quisie­ra transmitir aquí. Soy consciente de que será algo intelectuali­zado quizá sin la frescura de la anécdota simple, pero –por otra parte– también sé que esta visión de conjunto es la que fui ela­borando yo, y nace de mi experiencia: es objetiva a mi juicio.

La vida de Colegio era un «todo». Uno se sumergía en una trama de vida, preparada como para que no hubiera tiempo ocioso. El día pasaba como una flecha sin que uno tuviera tiempo a abu­rrirse. Yo me sentía sumergido en un mundo, el cual si bien era preparado «artificialmente» (con recursos pedagógicos) no tenía nada de artificial. Lo más natural era ir a Misa a la mañana, como tomar desayuno, estudiar, ir a clases, jugar en los recreos, escuchar las «Buenas Moches» del P. Director. A uno le hacían vivir diversos aspectos ensamblados de la vida, y eso fue creando en mí una conciencia: conciencia no sólo moral sino también una especie de conciencia humana (social, lúdica, artística, etc.). Dicho de otra manera: el Colegio creaba, a través del despertar de la conciencia en la verdad de las cosas, una cultura católica que nada tenía de «beata» o «despistada». El estudio, los valo­res sociales de convivencia, las referencias sociales a los más necesitados (recuerdo haber aprendido allí a privarme de cosas para darlas a gente más pobre que yo), el deporte, la competen­cia, la piedad... todo era real, y todo forjaba hábitos que, en su conjunto, plasmaban un modo de ser cultural. Se vivía en este mundo pero abierto a la trascendencia del otro mundo. A mí me resultó muy fácil, luego en la secundaria, hacer la «transferencia» (en sentido psicopedagógico) a otras realidades. Y esto simplemente porque las realidades vividas en el Colegio las había vivido bien; sin distorsiones, con realismo, con sentido de responsabi­lidad y horizonte de trascendencia. Esta cultura católica es –a mi juicio– lo mejor que he recibido en Ramos Mejía.

Todas las cosas se hacían con un sentido. No había «sinsentidos» (al menos en el orden fundamental; porque accidentalmente había impaciencias de algún educador, o pequeñas injusticias co­tidianas, etc.). Yo aprendí allí, inconscientemente casi, a buscar el sentido a las cosas. Uno de los momentos claves de esto de aprender a buscar el sentido a las cosas eran las «Buenas No­ches» que habitualmente daba el P. Director. A veces lo hacía el P. Inspector, cuando pasaba por el Colegio. Al respecto re­cuerdo una, como si fuera hoy, que dio Mons. Miguel Raspanti, Inspector en ese entonces. Sería a principios de octubre del 49. Había viajado a Córdoba porque su mamá había muerto el 29 de septiembre. A su regreso nos habló de la muerte. Ahora, a los casi 54 años, reconozco que esa platiquita nocturna es el punto de referencia de toda mi vida posterior respecto al problema de la muerte. Esa noche, sin sustos, sentí que algún día yo iba a morir, y eso me pareció lo más natural. Cuando uno o dos años después me enteré de cómo había muerto el P. Isidoro Holowaty, cómo había aguantado por mortificación tantos días el dolor de vientre (él era enfermero) hasta que un miércoles, cuando el P. Pozzoli fue a confesar a los salesianos de allí, le ordenó que viera al médico, bueno al enterarme de esto me pareció lo más natural que un Salesiano muriera así, ejercitando virtudes. Otra «Buenas Noches» que hizo mella fue una que dio el P. Cantarutti sobre la necesidad de pedir a la Santísima Virgen para acertar en la propia vocación. Recuerdo que esa noche fui rezando intensamente hasta el dormitorio (se debió notar algo porque dos días después el P. Avilés me hizo un comentario de paso)... y desde esa noche nunca me dormí sino rezando. Era un momento psicológicamente apto para dar sentido al día, y a las cosas.

En el Colegio aprendí a estudiar. Las horas de estudio, en silencio, creaban un hábito de concentración, de dominio de la dispersión, bastante fuerte. También, con ayuda de los Profesores, aprendí método de estudio, reglas nemotécnicas, etc. El deporte era un aspecto fundamental de la vida. Se jugaba bien y mucho. Los valores que enseña el deporte (además de la sanidad de vida que crea) ya los conocemos. Tanto en el estudio como en el depor­te tenía cierta importancia la dimensión de la competencia: nos enseñaban a competir bien y a competir en cristiano. Con los años oí ciertas críticas a este aspecto competitivo de la vida... pero curiosamente las hacían cristianos «liberados» de ese aspecto pedagógico pero que en la vida diaria se sacaban los ojos compitien­do por dinero o por poder... y no competían en cristiano.

Una dimensión que creció mucho en mis años posteriores al año de Colegio fue mi capacidad de sentir bien; y me di cuenta que la base fue puesta en el año de internado. Allí me educaron el sentimiento. Los Salesianos tienen una especial habi­lidad para esto. No me refiero a la «sensiblería» sino al «senti­miento» como valor del corazón. No tener miedo a sentir y a decirse a sí mismo lo que uno está sintiendo.

La educación de la piedad era otra dimensión clave. Una piedad varonil, acomodada a la edad. Dentro de la piedad merece una especial mención la devoción a la Santísima Virgen. A mí me la grabaron a fuego... y, por lo que recuerdo, a mis compañeros también. Y el recurso a nuestra Señora es clave para la vida. Va desde la conciencia de tener una Madre en el Cielo que me cuida hasta el rezo de las tres Avemarías, o del Rosario. Pero la Vir­gen ha quedado y no ha podido irse del cordón de nosotros. Tam­bién nos inculcaban, y quedaba grabado, un respeto y amor al Papa. A veces he oído críticas sobre la «piedad» que se nos in­culcaba en el Colegio (años después las oí), pero siempre son las consabidas cantinelas de aquel que no quiere ir a Misa porque en el Colegio lo obligaban, etc. Ésta es una crítica anacróni­ca porque se traslada al campo de la pedagogía de la piedad un problema puntual como es la rebeldía adolescente o juvenil.

Muy unido al amor y a la devoción a la Virgen Santísima estaba el amor a la pureza. Al respecto (y creo que respecto de todo el sistema preventivo de Don Bosco) hay una incomprensión muy grande. A mí me enseñaron a amar la pureza sin ningún tipo de enseñanza obsesiva. No había obsesión sexual en el Colegio, al menos el año que estuve yo. Más obsesión sexual he encontrado más adelante en otros educadores o psicólogos que hacían ostensiblemente gala de un «laissez-passer» al respecto (pero que en el fondo interpretaban las conductas con una clave freudiana que olfataba sexo en todas partes).

Existía también lugar para los hobbys, trabajos de ar­tesanía, inquietudes personales. P.ej. el P. Lambruschini nos ensenaba a cantar, con el P. Avilés aprendí a hacer un gelatógrafo y a usarlo; había un Padre ucraniano (P. Esteban) y los que queríamos aprendíamos a ayudarle con la misa en rito ucraniano... y así tantos recursos (teatro, armar campeonatos, actos acadé­micos, taxidermia, etc.) que canalizaban hobbys e inquietudes. Se nos educaba en la creatividad.

¿Cómo manejaban las crisis nuestros educadores? Nos hacían sentir que podíamos confiar, que nos querían; sabían escuchar, nos daban buenos consejos, oportunos... y nos defendían tanto de la rebeldía como de la melancolía.

Todas estas cosas configuraban una cultura católica. A mí me prepararon bien para el secundario y para la vida. Nun­ca (al menos en lo que recuerdo) se negociaba una verdad. El caso más típico era el del pecado. Es parte de la cultura católica el sentido del pecado... y allí en el Colegio lo que yo traía de mi casa en este sentido se fortaleció, tomó cuerpo. Uno después podía hacerse el rebelde, el ateo, pero en el fondo estaba grabado el sentido del pecado; una verdad que no se tiraba por la borda, para hacerlo todo más fácil. Hablo de cul­tura católica porque todo lo que hacíamos y aprendíamos también tenía, una unidad armoniosa. No se nos «parcializaba», sino que una cosa se refería a la otra y se complementaban. Inconsciente­mente uno se sentía creciendo en armonía, lo cual por supuesto no podía explicitarlo en ese momento, pero luego sí. Y, por otra parte, todo era de un realismo contundente.

No quisiera caer en la psicología del ex alumno, una actitud nostalgiosa, proustiana, donde la memoria selecciona partes de la vida color de rosa y niega las cosas más limitadas o deficientes. En el Colegio hubo fallos, pero la estructura educacional no estaba fallada. Por ello –con los años– va quedan­do lo sólido de esa educación, y lo sólido que queda es positivo. Es lo que acabo de describir en los párrafos anteriores. Bebía cosas en el año 1949 que no son viables para 1990... pero estoy convencido de que el acerbo cultural salesiano de 1949, ese acer­bo pedagógico, es capaz de crear en sus alumnos una cultura cató­lica también en 1990, como fue capaz de hacerlos en 1930.

Digo esto porque hacia fines del año pasado me sucedió algo que me dejó triste. Un Padre Salesiano, a quien aprecio mucho, me dijo en una conversación que estaban pensando dejar algunos Colegios en manos de los laicos. Le pregunté si era por falta de vocaciones. En parte, me dijo, era ésa la razón porque los jóve­nes salesianos no querían trabajar en Colegios, no se sienten atraídos por ese apostolado. Yo le dije que sucedía todo lo contra­rio con los jóvenes jesuitas; éstos quieren trabajar en Colegios... y no son nada conservadores. Más todavía: en los últimos 18 años la Provincia Argentina de la Compañía había abierto varios Colegios, usando la figura de Colegio Parroquial. Siendo yo Rector del Máximo, se abrieron dos Colegios en los predios del Máximo: uno de educación técnica y otro de educación del adulto. Y ahora se acaba de abrir un tercero allí mismo: primario y secundario. Le dije también al padre que más que problema de los jóvenes me parecía que era problema de cómo se formaba a los jóvenes... y que vieran si por allí no estaría el fallo. Ese Padre también me dijo que otra razón era la de «hacer un gesto de inserción» (sic!) en las barriadas, y por ello se entregarían los Colegios, o algu­nos. Que era una «opción» pastoral. Frente a esto no pude sino pen­sar en los salesianos que conocí en el Colegio: no sé si «hacían gestos de inserción», pero que se deslomaban todo el día, y ni tiempo para dormir la siesta tenían, eso sí lo sé. Si esos hombres que yo conocí en el Colegio –y con esta reflexión termino– pudie­ron crear una «cultura católica» fue porque tenían fe. Creían en Jesucristo, y –un poco por fe y otro poco por caraduras– se anima­ban a «predicar»: con la palabra, con sus vidas, con su trabajo. No tenían vergüenza de cachetearnos con el lenguage de la cruz de Jesús, que es vergüenza y locura para otros. Me pregunto: cuando una obra languidece y pierde su sabor y su capacidad de leudar la masa, ¿no será más bien porque Jesucristo fue suplido por otro tipo de opciones: psicologistas, sociologistas, pastoralistas? No quiero ser simplista en esto, pero no dejo de preocuparme por el hecho de que –por hacer gestos radicales de inserción social– se abandone la adhesión a Jesucristo vivo y la consiguiente inserción en cualquier medio ambiental, incluso el educativo, para construir una cultura católica.

Jorge Mario Bergoglio