Religión

Donde él está

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Fieles difuntos
Fieles difuntosLa Razón

Meditación para esta conmemoración de todos los fieles difuntos

La memoria de este domingo no mueve a la melancolía, sino a la lucidez. Estar con Cristo donde él está es la forma católica de vivir y de morir, y quien hoy aprende a habitar su Presencia mañana no será huésped extraño en su morada. Meditemos:

«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró diciendo:

«Padre, éste es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.

Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». Juan (17, 24-26).

Estas palabras de Jesús a Dios Padre, pronunciadas en su oración en el huerto antes de entregar su vida, expresan la finalidad por la que él vino a estar con nosotros: llevarnos donde él por siempre está. Por eso hoy la Iglesia prolonga mística y sacramentalmente esta oración de Cristo ofreciendo por los difuntos esa fuerza que hace girar el mundo: la cruz del Señor, de la que participamos al ofrecer el sacrificio del altar.

Jesús quiere que los suyos contemplen su gloria. Esta realidad es lo que en el Antiguo testamento se dice «kabod», que significa tanto “peso”, como “majestad”, “luz” y “contundencia”. Los cristianos la entendemos como la participación, por puro regalo de Dios, en su Verdad que se muestra. Esa participación comienza aquí, cuando el alma se rinde a la comunión de amor, expansiva y creativa de Dios Padre hacia el Hijo y que el Hijo derrama en los suyos.

Santo Tomás de Aquino enseña que la caridad vivida configura al creyente con este fin. Si amamos al Hijo vivimos hacia Él y todo se ordena. El purgatorio aparece entonces no como sala de castigo, sino como misericordia que termina de dilatar lo que dejó de purificarse en la tierra. El sacrificio del Calvario, actualizado en cada Eucarisía, al ofrercese por los difuntos alcanza hasta donde ellos aún estén en purificación. Es el regalo que más agradecen estas almas a quienes le siguen amando desde la tierra.

«Antes de la fundación del mundo», es decir, desde la eternidad, el Padre amaba al Hijo. Por eso el fin de esta vida en el tiempo no es una tragedia sin salida, sino el umbral hacia la gloria —recordemos, “peso”, “majestad”, “luz” y “contundencia”— que ya empezamos a vivir al ser discípulos de Cristo. Por eso san Buenaventura recuerda que el cielo se recibe, y para recibir conviene hacerse capaz, como quien ensancha el odre porque sabe que el vino es fuerte

«Les he dado a conocer tu Nombre y lo daré a conocer». El Nombre divino es presencia y potencia. Recibir el acceso a él es entrar en la intimidad de Dios. Por eso rezamos por los difuntos con actos objetivos de religión, porque la comunión de los santos es una circulación de gracia real. San Ambrosio lo dice sin retórica, los difuntos necesitan plegarias más que lágrimas. Benedicto XVI despejó equívocos cuando explicó que el infierno es cierre al Amor y el cielo apertura total de la persona a él. Así se entiende por qué orar y evangelizar son las formas más lúcidas de caridad para los vivos y también para los difuntos.

No pidamos “descansen en paz” como quien desea un sueño largo. El alma no pide sueño, pide gloria, fuerza y majestad. Descansar es habitar su Nombre y arder en la caridad que no se apaga. Esa es “la luz perpetua” que pedimos para ellos. Por eso esta jornada no termina en el cementerio, sino desde el altar de la tierra hasta el altar del cielo, y empieza otra vez en la vida cotidiana con decisiones que preparan la hora última: examen de conciencia, confesión frecuente, adoración perseverante, obras de misericordia ofrecidas con intención y con nombres.

San Juan de la Cruz enseñó que «al atardecer de la vida nos examinarán en el amor». No en ocurrencias, no en excusas, sino en amor que se hace obediencia, pureza, verdad que no negocia, esperanza que no se vende. Cuando el Hijo ruega «que estén conmigo donde yo estoy» nos está señalando el único éxito que merece un epitafio: vivir ya en gracia de Dios

Hoy, mientras pronuncias los nombres de los que han dejado esta vida y los presentas en la Santa Misa, permite que la súplica de Cristo te defina por dentro. Pide ser de los suyos con una pertenencia inconfundible. Deja que su lucidez te invada ahora para que mañana no te sea extraña. Que quienes hoy lloran sin sentido encuentren en tu fe una mano que no tiembla, porque ser cristiano es esto: aprender en la tierra a estar con él donde él está.