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El cardenal de los retos

La Razón
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El pasado diciembre, el cardenal concedía una entrevista a LA RAZÓN con motivo de la celebración de la Misa de las Familias. «¿Siente que ha cerrado ciclo?». «No lo sé. Nuestro Señor lo irá diciendo», señaló entonces Rouco Varela, que se mostraba feliz de los 20 años al servicio de la archidiócesis: «De Madrid me quedo con todo. Se hace uno profundamente madrileño». Prueba de ello es la pasión con la que ha vivido estas dos décadas como pastor en la que su devoción por Nuestra Señora de La Almudena –palpable cada vez que entona el himno de la patrona, sea en una capilla de un colegio o camino de París en la catedral de Lyon– es sólo el reflejo de cómo ha materializado su ministerio episcopal. Una pasión la del cardenal Antonio María Rouco Varela que le ha llevado también a trabajar por dar un impulso a las vocaciones y dotar a la archidiócesis de su propia Universidad de San Dámaso, aprobada por la Santa Sede en 2011. Vocación de servicio sin buscar más reconocimiento que el de cumplir con la tarea encomendada, sobre todo, cuando se trataba de un mandato directo del Santo Padre. Así se lo hizo saber Juan Pablo II, preocupado por el hecho de que nuestro país se convirtiera en un laboratorio del laicismo. De ahí su obediencia y firmeza como presidente de la Conferencia Episcopal ante legislaciones como el aborto o la aprobación del matrimonio homosexual, su preocupación por la unidad de España y su valiente defensa de las víctimas del terrorismo, y su respuesta con iniciativas como la Misa de las Familias, que nació bajo su abrigo y que ahora ha visto cómo la están asumiendo otras diócesis españolas. Nunca ha soñado con ser Papa ni le ha gustado verse en quinielas de papables. Exquisito en las formas y como canonista, siempre ha tenido la mirada puesta en Roma –mérito suyo son las frecuentes visitas de Wojtyla y Ratzinger–. Y Roma, los ojos puestos en su trabajo. Su proyección internacional vino de la mano de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Es el único prelado de la Iglesia universal que ha tenido entre manos la organización de dos de estas Olimpiadas de los jóvenes católicos. Y no sólo eso, en ambos casos, ha sido elogiado tanto por la organización como por sus frutos. La primera, en Santiago de Compostela, en 1989, supuso un salto cualitativo, en tanto que pasó de ser una única eucaristía con el Santo Padre para convertirse en un verdadero encuentro con unas jornadas previas festivas, de catequesis y formación. La segunda, la de Madrid en 2011, suponía un reto aún más complicado. Las JMJ habían adquirido una dimensión internacional y el cardenal capitaneaba un equipo llamado a acoger a un millón de personas, sin suponer gasto alguno al Estado y demostrando que los jóvenes cristianos planteaban una alternativa a una generación «indignada». Retos cumplidos.